Nazis vampíricos, pizzas predictivas y cíborgs con pasaporte
En esta entrega de Inteligencia Natural hablaremos de cíborgs con pasaporte, honorables familias nazis, pizzas que predicen guerras y la Teoría del Internet Muerto.
Un jardín con cenizas humanas (o Todas las historias de nazis son historias de vampiros)
Hace unos días vi Zona de interés, la formidable película de Jonathan Glazer que construye un nuevo retrato de la locura genocida nazi desde la perspectiva de la cotidianidad familiar. En lugar de mostrarnos la gran maquinaria de exterminio, el film nos presenta a un obediente oficial autómata de las SS y a su mujer, una ama de casa ruda, incluso vulgar, obsesionada por los privilegios recién alcanzados en su búnker-landhaus a un costado del campo de concentración de Auschwitz.
Rudolf Höss y Hedwig Hensel son una pareja modelo del Tercer Reich. Arios puros de la clase trabajadora arrojados al nuevo espacio vital de los alemanes en la Europa del Este. Colonos góticos, de pálidos deseos sexuales, investidos de una jurisprudencia vampírica que les ha otorgado el derecho de dominar tierras y seres humanos en los confines del campo polaco.
Lejos del juego de horror y bondad típica del repertorio Spielberg-Benigni, la Shoah particular de Glazer viene servida en el plato frío de la vida doméstica: los Höss no tienen grandes ideales patrióticos y apenas los mueve el odio racial. Lo suyo es la ambición arribista, el éxtasis pequeñoburgués, la enloquecida satisfacción del deseo propio por encima de cualquier imperativo moral. La tortura, el trabajo forzado y el exterminio de seres humanos son partes de una rutina laboral cuyo cumplimiento eficaz implica una sola cosa para la familia: amasar privilegios. Rudolf y Hedwig han olvidado cómo follar, tardan horas en conciliar el sueño entre ráfagas de disparos y nubes de ceniza, los hijos deambulan como zombis por la casa y a toda hora se escuchan gritos lejanos de dolor, pero ella le pregunta cuándo volverá a llevarla a aquel spa de Italia.
En su monumental estudio La utopía nazi, Götz Aly reconoce la estrecha relación entre la guerra depredadora de Hitler y la promoción social de la Alemania nazi. Para Aly, la utopía vampírica del Tercer Reich tenía que ver con engrosar el presupuesto de la nación a partir de la exterminación de bocas inútiles y el expolio de países culturalmente inferiores:
“El opulento bienestar material y las ventajas indirectas del crimen a gran escala, que todos aceptaban con gusto sin que nadie se sintiera individualmente responsable, consolidaron la sensación que tenían los alemanes de la bondad de su régimen. Y recíprocamente, de ahí sacó su energía la política de exterminio, orientándose hacia el bienestar del pueblo”.
Para sostener el ideal de grandeza y comprar el tambaleante patriotismo de las masas, el Estado nazi creó una opulencia colectiva sin precedentes, una enorme simulación de riqueza cuya principal beneficiaria fue la clase trabajadora. Millones de personas accedieron a privilegios que ni remotamente imaginaban y una sensación de igualdad y de camaradería próspera se propagó primero como una amalgama popular y luego como una obsesión fanática por el futuro. Fue ahí, dice el autor, cuando ocurrió la triple alianza entre el Estado criminal, la cúpula empresarial y el pueblo elegido.
En varias escenas de la película, muy cerca de los comandantes de las SS, aparecen algunos empresarios y representantes de conglomerados industriales. En las reuniones “de trabajo” se discute el manejo de recursos financieros y materiales para los asesinatos en masa, el destino de los excedentes de la mano de obra esclavizada, las implicaciones logísticas de la aniquilación y la aplicación de estrategias de diseño industrial para la desaparición de cuerpos, todo con la mística infame de una cúpula de gerentes de una Gran Empresa Asesina.
Si acabas de llegar a este boletín o de pronto te perdiste las entregas anteriores de este año, puedes ponerte al día aquí. Hemos hablamos de crueldad y dopamina, del sexismo de la I.A., del orgullo tercermundista de los millennials y de los miedos de una nueva guerra nuclear, entre otras cosas.
El libro de Götz Aly, como la película de Jonathan Glazer, nos empujan a interpretar el holocausto como una operación corporativa a gran escala. Una utopía criminal-financiera conducida por una verdadera “burbuja especulativa”, que es como Aly llama al Tercer Reich. Revisar el exterminio sistemático de seres humanos a la luz de los intereses económicos y políticos de una nación dota a esta historia de una espeluznante actualidad. Aquel acto de rapacidad universal (y su gran festín popular inconsciente) llevó el nombre operativo de Solución Final, pero ¿cuántos nombres podría tener ahora?
Tal vez por todo esto me interesa más el personaje de Hedwig que el de su esposo, “el carnicero de Auschwitz”, porque es la representación del espolio en la insípida escala doméstica. Sus flores crecen bajo el humo sofocante de los cuerpos incinerados, su armario está lleno de abrigos lujosos de mujeres deportadas y es capaz de comer strudels a pocos metros de otros cuerpos moribundos. Lo que esta zona de interés dibuja es, precisamente, el mapa de su opuesto: la zona cotidiana de desprecio por el destino de otros seres humanos. Solo en la ociosidad delirante del privilegio ganado a costa de otras vidas puedo entender las razones de estos monstruos más allá de los límites de la banalidad del mal. Y en este caso, el de la acogedora casita de los Höss, no hace falta “seguir órdenes” de un superior con uniforme.
Hacia el final de la película, la trama hace un flashforward hacia el Museo Estatal de Auschwitz-Birkenau, donde un disciplinado y aburrido cuerpo de limpieza –en su mayoría mujeres, acaso una ironía sutil contra la figura de la señora **Hedwig y sus empleadas maltratadas– se ocupa de la exposición de los millones de zapatos y objetos personales de los judíos asesinados, de las paredes de las cámaras de gas y los detalles metálicos de los hornos crematorios. El director es cuidadoso en no establecer comparaciones obscenas. Solo con mostrarnos el residuo institucionalizado del horror y esa capacidad tan humana de desarrollar prácticas rutinarias frente a la barbarie y sus símbolos es suficiente para devolvernos su potencia en la era de la observación, del turismo histórico, del consumo banal de eventos del pasado, para cuestionar nuestra relación cotidiana con la atrocidad.
Rudolf y Hedwig, esa pareja arribista e insomne, tradicional y modélica aunque con una severa discapacidad moral, quizás viene a mostrarnos que el espectro de la indiferencia –cuando no de la maldad– puede no ser tan distante del lugar inofensivo que ocupan ciertas ambiciones y privilegios.
Y esa premisa, en un mundo donde los muros de seguridad psíquica frente al horror están tan sofisticados, resulta muy incómoda. O al menos nos invita a preguntarnos si seríamos capaces de hacer algo distinto a cuidar las flores del jardín privado, aún cuando haya cenizas y gritos alrededor. O si mejor dejamos que crezca una enredadera espesa en la pared para no ver lo que sea que esté pasando al otro lado.
El mundo contemporáneo va tan rápido que mejor atajar sus sinsentidos en píldoras breves. Aquí tres notas mentales sobre un tema (o varios) desde la urgencia de la ociosidad.
El Pizzómetro. La tarde del sábado 13 de abril de 2024, minutos antes de que Irán lanzara los primeros misiles contra Israel, el Papa Johns de Columbia Pike colapsó. Lo mismo pasó con varias sucursales de Domino’s Pizza en Washington D.C. las noches del 1 de agosto de 1990, horas antes de consumarse la invasión de Kuwait, y del 16 de enero de 1991, en las vísperas de la operación “Tormenta del Desierto” contra Irak. La invasión de Panamá, el golpe de Estado contra Gorbachov y el Escándalo Lewinsky serían otros eventos correlacionados con el aumento de pedidos de pizza en la capital de Estados Unidos. Sí, seguramente ustedes se habrán preguntado lo mismo: ¿cómo es que, tratándose de una información de dominio público, la CIA, el Pentágono y la Casa Blanca no han variado el menú de sus reuniones en treinta años? La respuesta puede estar en las cualidades nutrimentales de la pizza: el efecto opiáceo de la caseína y la liberación de dopamina por la unión criminal de carbohidratos y grasa convierten este alimento en el líder indiscutible de las horas extras y las situaciones de estrés. Porque, vamos, ¿quién soportaría una sala situacional de conflictos bélicos mundiales a punta de rollitos primavera y sánduches de jamón de pavo reducido en sodio? Lo cierto es que esta magnífica e improbable teoría es una hija bastarda de la llamada “inteligencia de fuentes abiertas”, una metodología de análisis que puede volverse muy útil para penetrar (y escapar de) esa Matrix tendencialmente ambigua y fraudulenta que controla las operaciones políticas, militares y financieras del siglo XXI.
La Teoría del Internet Muerto. Hace alrededor de diez años, cuando los padres de los bots actuales aparecieron en las redes sociales, surgió una teoría mitad conspiración mitad premonición: el Internet con mayúsculas –ese que albergaba la promesa de conexión entre ciudadanos libres, mentes curiosas y saberes democratizados– ha muerto, dejando en su lugar un enjambre de contenidos generados por máquinas e interacciones entre avatares sintéticos con fines económicos o puramente afectivos. Esa infoesfera desolada, carente de proteínas humanas, ya tiene una fecha posible: 2026. Antes de convertirse en teoría, esta intuición tenía cierto arraigo en los tempranos 2010’s, cuando el intenso ciberactivismo de la época –con Anonymous y Wikileaks a la cabeza– fue duramente aplastado, cubierto de sospecha terrorista y lentamente degradado al automatismo tecnofinanciero que tenemos hoy. El “internet muerto”, cómo dudarlo, no vendría solamente por la toma del espacio digital por parte de inteligencias no humanas, sino por las lógicas corporativas que convirtieron aquellos espacios democráticos en feudos de bots humanos deambulando en un scroll sin fin.
El primer ciudadano cíborg del mundo. Este año se cumplen dos décadas desde que el gobierno británico reconociera oficialmente al primer cíborg del mundo. Se trata del artista y compositor Neil Harbisson, un (100% humano) hispano-irlandés que diseñó una especie de ojo electrónico en forma de antena con el fin de traducir ondas de luz a frecuencias de sonido y superar la acromatopsia, una condición hereditaria que le impide distinguir la gama de colores. Cuando Harbisson se incrustó la antena en el cráneo y fue a la oficina de pasaportes del Reino Unido, se estaba cumpliendo la premisa filosófica de Donna Haraway: nuestros dispositivos, implantes médicos, prótesis y aparatos electrónicos nos hacen cíborgs. Entidades híbridas que combinan órganos y tecnologías. Todavía me resulta difícil imaginar que mi abuelo, con su Aparato Auditivo Auxiliar Recargable Estilo Bluetooth era un cíborg. O que yo, con mis lentes para miopía grado 4 y un iPad con conexión a internet puedo ser un cíborg a ratos. Neil Harbisson puede recibir imágenes y llamadas directamente a la cabeza y su pareja, la coreógrafa y también cíborg Moon Ribas, puede percibir todos los terremotos del mundo a través de implantes con sensores sísmicos en sus pies. ¿Será que para sobrevivir en los próximos años tendremos que asumirnos ya no como sistemas estables de órganos, células y tejidos, sino como circuitos híbridos, multimateria, verdaderas aleaciones de carne, plástico y silicio?
“Cualquier idea útil sobre el futuro debe parecer ridícula”, dice la Segunda Ley de Dator. Aquí me apoyo en un modelo de lenguaje 3,5 para imaginar el mañana. Una futurología artesanal, con la inteligencia combinada del humano y la máquina.
Ya que hemos hablado de (bio)ética, de cíborgs, de conflictos internacionales y de inteligencias no humanas dominando nuestras interacciones sociales, le pedí a Cory Mandefoy, nuestra columnista-futuróloga robot, que nos ayudara a imaginar el futuro inevitablemente transhumanista de este planeta sobrepoblado de seres vivos y máquinas en que ya vivimos.
Esto fue lo que nos envió:
Los desarrollos vertiginosos en Biotecnología y Transhumanismo han cristalizado en la proliferación de técnicas de Edición Genómica, ahora al alcance del público general. Esta democratización del diseño genético, articulada a través de kits de modificación genética de estilo "Hágalo Usted Mismo" (DIY), ha inaugurado un nuevo paradigma en la manipulación del ADN. Estos manuales de usuario, disponibles en tiendas avant-garde dedicadas a la evolución humana, prometen una era de biohackers: individuos que, armados con tecnología de vanguardia, pueden reescribir la esencia misma de su ser biológico, potenciando las capacidades humanas a estratos antes inimaginados.
Esta revolución genética no está exenta de profundas implicaciones éticas y sociales. Los efectos sobre los índices de mortalidad y natalidad son palpables, así como los desafíos que plantea para el control demográfico y el manejo de enfermedades congénitas. La posibilidad de implementar códigos genéticos optimizados antes del nacimiento y de personalizar tratamientos médicos según el ADN de cada individuo ha transformado radicalmente el enfoque de la medicina pública: de la prevención y curación tradicional a una era de intervención genética directa.
Además, el tratamiento del ADN como un mero código informático abre la puerta a una nueva categoría de delincuencia: los crímenes genéticos. Estos van desde la inserción de enfermedades letales y malformaciones genéticas por diseño, hasta la manipulación de la esperanza de vida a cambio de réditos económicos o ventajas políticas. Estos actos, que podríamos considerar como una forma de "bioterrorismo genético", plantean un desafío sin precedentes a la seguridad global, la ética médica y la integridad de nuestra especie.
La cita del día
«Pero ¿qué es la historia a fin de cuentas? ¿Es simplemente una cuestión de acontecimientos que dejan tras de sí esas cosas que pueden ser pesadas y calibradas –nuevas instituciones, nuevos mapas, nuevos dirigentes, nuevos ganadores y perdedores–, o es también el resultado de algunos momentos que parecen no dejar nada detrás, nada excepto el misterio de espectrales relaciones entre personas separadas por una gran distancia espacial y temporal, pero que de algún modo hablan el mismo lenguaje?».
Greil Marcus. Rastros de carmín.