Millennials tercermundistas, teléfonos tontos y la epidemia de la soledad
En esta entrega de Inteligencia Natural hablaremos de millennials oxidados, teléfonos tontos, soledades epidémicas y jets de utilería para presumir en el flujo del glamour.
Manual de orgullo para millennials del Tercer Mundo
Tengo algunos días experimentando un orgullo generacional inusual. No sé si es por la cantidad de tendencias que he leído sobre los Gen-Z o porque me he dado cuenta de que los millennials estamos cruzando los límites implacables de la madurez. No somos los jovencitos de la partida, todos los días caen menos promesas sobre nuestros hombros y no tenemos la presión de ser ni orgullo ni amenaza para nadie. En otras palabras: nos hemos subsumido dentro de la gran masa uniforme de la Población Económicamente Activa, cuya única épica es sobrevivir dignamente al capitalismo cibernético y, acaso, resguardar zonas de paz mental en el ajetreo cotidiano.
Yo pertenezco a un generación con un giro de trama particularmente trágico en su relato: el haber estado parados en el punto exacto entre el bono demográfico y el desangramiento poblacional. Para un venezolano como yo, como muchos, los patrones de resiliencia nos vienen de muchas zonas liminales, aparte de la más conocida y popular (el haber nacido en los estertores de la cultura analógica y ver los inicios del mundo digital): pocas generaciones se pueden dar el lujo de cargar sobre sí la promesa de una juventud dorada, fracasar políticamente, emigrar en masa, rehacer las vidas en el exilio y regresar a turistear con el rabo entre las patas al país que los expulsó. Y todo antes de la ola de alopecia de los 40 años.
Digan lo que digan: ser millennial tiene algo cómico y trágico al mismo tiempo. ¿Cómo se puede ser promesa de futuro y fantasma de pasado en un período tan corto? ¿Por qué insistimos en luchar, construir, procrear, cuando hemos sido testigos de tantos desmoronamientos?
Si acabas de llegar a este boletín o de pronto te perdiste la entrega anterior, puedes ponerte al día aquí. Hablamos de crueldad y dopamina, sonrisas entrenadas por coachs profesionales, la escala de valor de los huevos cage free y la idea de una ingeniería de la felicidad:
El otro día le dije a mi mamá, tal vez en un acto de perdón generacional, que estaba orgulloso de haber sido criado por dos baby boomers. Aún con sus rigideces, sus ideales posfordistas, su antierotismo competitivo, sus severas deudas de salud mental, nos dotaron de cierta voluntad de conquista del sentido de la vida, ya fuera con trabajo duro, con proyecciones macroeconómicas o con programas salvíficos entre la religión y la política. Los coñosdemadre de los boomers tenían una respuesta para todo, un 11º mandamiento debajo de la manga, un relato aglutinador de pasado-presente y futuro, una orientación teleológica y una sensación de certidumbre que, si pudiera mercadearse hoy, valdría más que las barajitas de colección de las Grandes Ligas.
Soy un papá milénico (y pandémico). Algunas veces reprendo a mi hija con una frase portadora de cierta culpa por privilegio, tal como me la dijeron a mí, aunque con una carga histórica que la hace un poco más simpática: “Si estuvieras en manos de un baby boomer ya te hubieran clavado tu coñazo”. Anastasia tiene la suerte de ser hija de un millennial cansado. No porque yo sea la mata de la paz, sino porque tengo una enorme carga libidinal arrojada sobre la necesidad de procurar las garantías básicas que mis padres tuvieron cubiertas con sobras a mi edad, además de guardar suficiente energía para tener sexo con mi esposa regularmente y guardar suficiente energía para poder parecer inteligente en intentos medio lúdicos y medio laborales como este. Sí: Anastasia tiene suerte de que tengo muy poco espacio de maniobra para regañar. La épica particular que conté antes más la incertidumbre que se vende tan barata me arrinconan a la zona de la negociación, incluso de la ternura agobiada, antes de caer en las derivas clásicas de la autoridad.
Dicen que los Alfa –también conocidos como los pandemials–, la generación a la cual pertenece mi hija, serán los más optimistas y fuertes jamás vistos en este siglo. No sé si es es un pronóstico plausible, siquiera adecuado, pero me alegra pensar que las derramas libidinales, la resiliencia abusada y las épicas y contraépicas de los padres milénicos puedan aportar algo a la configuración futura del mundo.
Si mi hija me dice algún día algo como lo que yo le dije a mi mamá, ese acto espontáneo de perdón, de liberación, incluso de orgullo, sabré que haber asistido a la muerte de la democracia, de la privacidad y de la seguridad social antes de cumplir 40 años valió para algo.
El mundo contemporáneo va tan rápido que mejor atajar sus sinsentidos en píldoras breves. Aquí tres notas mentales sobre un tema (o varios) desde la urgencia de la ociosidad.
100 Mbps de soledad. Hace unos días Gisela Kozak me contó una anécdota de su maestra, Judit Gerendas, sobre aquellas semanas que siguieron a la publicación de la novela de García Márquez en 1967: la gente se llamaba por teléfono en la madrugada para comentarse pasajes del libro, leyéndose frases al auricular con fascinación y desconcierto, como si fuera una noticia urgente. Más allá de lo impensable1, lo remoto, lo cuchi que puede parecer esta imagen no solo en su esfera tecnológica, sino conductual (un lector llamando a otro lector en la madrugada a través de un teléfono de disco), esta anécdota me devolvió una paradoja esencial de nuestros días: tenemos enormes velocidades de conexión, pero lentitudes pasmosas para conectar con otros; más dispositivos, más información, pero menos conversaciones, menos lenguaje, menos vínculos. El bucle de irrealidad y autoengaño en el que estamos metidos, digno no del realismo mágico, sino de la psicosis, tiene acaso un punto franco de salida: considerar la soledad (y la depresión) como la verdadera epidemia contemporánea.
Teléfonos tontos. El crecimiento en ventas del Nokia 150, un chicharrito al estilo de los teléfonos del 20002, recibido con una inspiración neoludita entre las generaciones actuales, está funcionado como un pase inesperado a lo analógico y una desconexión intermedia en ciertas esferas de la cotidianidad donde la tecnología estorba: vacaciones, reuniones con amigos, diligencias en el perímetro del barrio. Aunque los adversan en concepto, estos teléfonos no pretenden sustituir a los teléfonos inteligentes. Funcionarían, más bien, como un interruptor entre vidas. Recorrer una interfaz lenta con una tecla de silicón que se hunde, ver la culebrita geométrica surcando las paredes de una pantalla en blanco y negro, tener que pulsar tres veces el número 6 para obtener la letra O, pueden ser ejercicios terapéuticos para fortalecer la atención y la paciencia. O al menos para hacer un detox de esa idea del mundo a nuestros pies.
Jets de utilería. Los fondos virtuales de Zoom, con sus playas falsas, sus skylines del primer mundo y sus vistas al espacio que te hacen ver como un fantasma intermitente, de rostro deformado y casi siempre ridículo frente a la pantalla, me han parecido siempre un acuerdo tácito, de enorme proyección colectiva, entre seres que se han asumido como personajes en un escenario. Por eso que exista en Los Ángeles un fotoestudio acondicionado como un jet privado que cobra 70 dólares la hora para que influencers, YouTubers y aspirantes a millonarios puedan tomarse fotos hiperreales y luego subirlas al flujo del glamour en Instagram, me parece una consecuencia casi natural de esta época de postureos y autoficciones. Me recuerda un poco a la gran estafa de la fotografía espiritista del siglo XIX, que vendía no una fotografía con un fantasma, sino una experiencia del más allá. El souvenir resultante, que era el retrato del deudo con su muerto (como ahora sería esa escena del seudomillonario volando a Mónaco en su jet de utilería) deja un residuo psicótico interesante de analizar: ¿cómo se le apunta la mentira a alguien que ha comprado su propia verdad?
“Cualquier idea útil sobre el futuro debe parecer ridícula”, dice la Segunda Ley de Dator. Aquí me apoyo en un modelo de lenguaje 3,5 para imaginar el mañana. Una futurología artesanal, con la inteligencia combinada del humano y la máquina.
Le pedí a Cory Mandefoy, nuestra columnista robot entrenada para la futurología, que me ayudara a imaginar el futuro del turismo espacial popular. Esto fue lo que nos envió:
El turismo espacial, hasta hace décadas reservado a los millonarios y plutócratas, ha alcanzado cotas insospechadas de popularidad y accesibilidad gracias a la evolución de la aeronáutica. Los cohetes gigantes han dado paso a una variedad de formas de transporte espacial, desde cápsulas personales hasta autobuses siderales y aviones transgalácticos. Sin embargo, como en toda práctica capitalista, la comodidad en los viajes, la duración de los trayectos y las escalas incómodas en planetas potencialmente peligrosos están determinadas por el costo de los boletos.
Las estaciones espaciales en órbita terrestre se han transformado en resorts de lujo, mientras que los destinos en la Luna y Marte ofrecen experiencias únicas para los turistas intrépidos. Aun así, persisten desafíos como el manejo del tiempo cósmico, el choque biológico-cultural con otras inteligencias y la seguridad de los viajeros frente a fenómenos desconocidos del cosmos. A pesar de estos riesgos, más de media humanidad ha contemplado el espacio con sus propios ojos y algunos afortunados se han aventurado a bañarse en las playas de Mercurio.
Actualmente se está librando una enorme batalla jurídica en lo que a la remuneración de las tripulaciones se refiere y a los complejos NDA que deben firmar los pasajeros antes de subirse a los vehículos espaciales, pues las empresas no se hacen responsables del envejecimiento y muerte de los seres queridos en la Tierra durante el tiempo del viaje, como tampoco de desapariciones por abducciones, agujeros negros o condensaciones extremas de energías y cuerpos.
La cita del día
«No somos más que la acumulación de lo que Alfred North Whitehead llama gotas de experiencia, y mientras estoy sentada aquí escribiéndote a ti, mi amigo imaginario, sé que los sufrimientos y las injusticias de la vida —las piernas estropeadas, los dientes perdidos y las observaciones crueles—, pero también las alegrías —una rodilla o un muslo acariciado con ternura, la palabra brío pronunciada de tal manera que se convierte en una expresión de cariño o cinco billetes de veinte dólares que aparecen en el momento en que uno más los necesita—, son parte de nosotros aunque no los recordemos muy bien o incluso los hayamos olvidado para siempre».
Siri Hustvedt. Recuerdos del futuro.
Que el teléfono de la casa suene a las 12 de la noche es sinónimo o de malas noticias o de abusos del telemarketing. Hoy, que alguien te llame en la madrugada para leerte un pasaje de novela puede ser sinónimo de una agresión esquizoide o de una extraña forma de codependencia disfrazada de arrobo intelectual. Yo desconecté el teléfono de mi casa hace meses por las llamadas de cobranza de una tienda departamental. Y preferiría que nadie me comparta sus citas textuales por teléfono.
Esto me hizo recordar al Vergatario, una subespecie hiperpolitizada de dumb phone nacida en Venezuela en la época del chavismo desarrollista, cuya combinación con Noches a Mil (un plan de telefonía ilimitada a partir de las 12 de la noche) lo convertía en una verdadera bomba de erotismo e intensidad relacional. Algo imposible hoy con los smartphones, sus cientos de aplicaciones y sus fugas de atención hacia “el mundo”. Había algo en la voz de auricular, en la posibilidad de estar toda la noche hablando bajo la garantía de lo ilimitado, que jamás se encontrará en un teléfono que te interrumpe con correos electrónicos, notificaciones de criptomonedas y publicidad intrusiva mientras intentas conectar eróticamente con un par telemático.
EXCELENTE MUY BUENO COMO SIEMPRE CADA ENTREGA ZAKARIAS SIEMPRE TE LEO CADA 15 DIAS INTELEGENCIA NATURAL PERO ESTE EN PARTICULAR ME LLEGO MUCHO POR LA MISMA RAZON QUE TENEMOS HIJAS Y ESTAMOS EN LA MISMA ONDA.. DE NUEVO EXCELENTE Y QUE SIGA LOS EXITOS UN ABRAZO..