No eres cruel, solo quieres dopamina
En esta entrega de Inteligencia Natural hablaremos de la teatralización de la crueldad, el entrenamiento de sonrisas, gallinas con privilegios y un asomo a la ciencia de producir felicidad.
El teatro de la crueldad
A finales de enero de 2014, el criminal de guerra serbio Ratko Mladić, responsable del genocidio de Srebrenica, se presentó ante el Tribunal de La Haya. Luego de insultar a los magistrados y justificar sus asesinatos, pidió que los guardias le trajeran sus dientes postizos para dejar de sisear.
Este hecho es relatado en el ensayo Por qué nos gustan las películas de simios, de la escritora croata Dubravka Ugrešić, incluido en su libro de 2021, La edad de la piel.
Aquí un pasaje:
Las nuevas tecnologías y el amor propio van de la mano. Para el contenido visual que los asesinos ofrecen de manera generosa existe un público amplio e increíblemente receptivo, que a su vez produce millones de selfis y los envía desde todos los puntos del globo terráqueo.
Son muchachos que mandan selfis con vagabundos a los que acaban de zurrar en las calles de sus ciudades, o con chicas a las que acaban de maltratar. Son muchachos que envían selfis alegres de sus excursiones escolares a Auschwitz. Todos ellos son directores del teatro de la crueldad en miniatura, todos ellos se dedican a la teatralización de la vida cotidiana.
Aquel acto vulgar de Ratko Mladić pidiendo su dentadura postiza ante un tribunal internacional le da pie a la autora no solo para revisar los actos banales de otros criminales de guerra, como el genocida Anwar Congo de Indonesia, quien también tiene una obsesión con su dentadura postiza, y los yihadistas de ISIS, que pueden aparecer en internet con cabezas humanas en una mano y potes de Nutella en la otra, sino para señalar nuestras propias actitudes frente a la crueldad, hoy difundidas como espectáculo por las redes sociales y los medios.

Si acabas de llegar a este boletín o de pronto te perdiste la primera entrega del año, puedes ponerte al día aquí. Hablamos de ciberoscurantismo, feudalismos digitales y de ciertas claves de la psicosis masiva contemporánea:
Me interesó mucho la polémica que levantó la confirmación de asistencia de Peso Pluma al Festival de Viña del Mar de este año. Al fin alguien con cierta relevancia mediática se preguntaba cómo es posible que alguien que promociona abiertamente el paquete ideológico de los soldados del narco, que decora sus videos con la escenografía típica de las organizaciones criminales, que puede aparecer lo mismo recorriendo una plantación de marihuana invocando las siglas del CJNG o una bodega de distribución de drogas con armas largas, puede tener un lugar tan prominente en la cultura del espectáculo y, particularmente, en un festival nacional financiado por el Estado.
Al autor del artículo lo acusaron de conservador, clasista, censurador, desinformado y un largo etcétera, pero la suya me pareció una postura válida no por actualizar hábilmente esa preocupación viejuna de “qué tipo de valores se están promoviendo en la juventud de ahora”, sino por la pregunta que formula a contracanto de la voz de la cultura dominante: ¿qué posición tenemos todos frente a la crueldad convertida en espectáculo?
En otras palabras: ¿hasta dónde soportamos que universos criminales en los cuales se disuelven cadáveres con ácido, se masacran adolescentes, se torturan y desaparecen migrantes y mujeres, se secuestran territorios y se expulsan a la fuerza poblaciones enteras, puedan convertirse en cápsulas legítimas de entretenimiento?
El diente de Ratko Mladić, las selfis de los jóvenes turistas en Auschwitz, los millones de visualizaciones de estos “narcocontenidos” en TikTok y YouTube comparten un hilo no tan delgado que los une y sospecho que tiene que ver con el lugar que ocupa el placer en contextos donde la violencia y la crueldad –o sus residuos– están expuestas y disponibles en las vitrinas de contenidos consumibles.
No sé. La teatralización de la crueldad que denuncia Dubravka Ugrešić y que yo he querido traer a los predios de este boletín nos sitúa en un lugar incómodo que va más allá de si vemos las series de Netflix o si nos gustan los corridos tumbados o no. La pregunta, creo, es cómo gestionamos la posibilidad de entretenernos con ciertos símbolos de aniquilación y cuántos de esos símbolos somos capaces de reproducir en el espectáculo colectivo de la red.
Cuéntenme en los comentarios: ¿qué opinión les merece todo esto?
El mundo contemporáneo va tan rápido que mejor atajar sus sinsentidos en píldoras breves. Aquí tres notas mentales sobre un tema (o varios) desde la urgencia de la ociosidad.
El lifestyle de las gallinas. Gallinas hacinadas que se comen sus propias heces. Gallinas que salen a recrearse, pero que regresan obedientes a sus jaulas. Gallinas que salen a recrearse y se quedan jugando, pero comen alimentos genéticamente modificados. Gallinas que disfrutan del sol y pastorean sin estrés. Gallinas que tienen rutinas saludables, silvestres, equilibradas. Una extraña (casi obscena) escala social que se traduce en los precios de los cartones de huevo. Lo curioso aquí es que el lifestyle de las gallinas es inversamente proporcional al poder adquisitivo de los humanos. La gente común (como tú y cómo yo) que va al Walmart con un presupuesto ajustado seguramente está comprando un huevo de gallina hacinada comemierda, mientras que los productos de una gallina libre, consciente, desocupada, bronceada, pertenecen a la escala del privilegio. ¿Será que es un intento de bienestar animal que termina en una trampa capitalista o es solo una resistencia económica personal a comprar huevos cage free?
La piedra de la locura. Tras un complejo análisis estadístico, una doctora en física asegura que su novela autopublicada en Amazon fue plagiada varias veces e ingresada por la fuerza a un mercado negro literario donde los superventas son cosechados por programas de inteligencia artificial. Este caso de phishing de manuscritos inéditos de escritores famosos es narrado por Benjamín Labatut en su libro La piedra de la locura. Es necesario señalar que la doctora no es un personaje de ficción: es una lectora agraviada que vio en la novela del autor chileno el eco de sus ideas robadas y reorganizadas por algoritmos criminales, dispuestos a violar la propiedad intelectual de autores sin suerte para alimentar el gran flujo comercial de los bestsellers. Este libro brevísimo de Labatut, que une la literatura de Phillip K. Dick y Lovecraft con las protestas de Chile de 2019 y el famoso cuadro de El Bosco, me parece un mosaico brillante sobre la crisis social contemporánea que, como ya hemos dicho varias veces en este boletín, pertenece más al reino de la salud mental que a cualquier otra cosa.
Entrenadora de sonrisas. Se trata de Keiko Kawano, una locutora de radio japonesa que se hizo célebre por enseñar a la gente a sonreír otra vez. La noticia es del año pasado, cuando se liberaron las restricciones sanitarias en Japón y los ciudadanos se dieron cuenta de que, tras usar tapabocas por tres años seguidos, los gestos se les habían oxidado por completo. Lo traigo aquí hoy porque me parece un síntoma interesante a observar este 2024, especialmente en el contexto de la emocionalidad desbordada y la procura del placer –que no la alegría– frente a las señales de un mundo al borde del colapso. Lo que nos enseña nuestra coach es que todos podemos practicar el movimiento muscular de la sonrisa, pero no necesariamente rastrear sus conexiones naturales con la vida cotidiana. Piénsenlo: ver a alguien sonriendo tranquilo y complacido por la calle nos parecerá más raro que ver a alguien flexionando obsesivamente los 17 músculos de la boca. El primero está probablemente loco, mientras que el segundo solo está en una terapia de superación personal.
“Cualquier idea útil sobre el futuro debe parecer ridícula”, dice la Segunda Ley de Dator. Aquí me apoyo en un modelo de lenguaje 3,5 para imaginar el mañana. Una futurología artesanal, con la inteligencia combinada del humano y la máquina.
El anquilosamiento de la cultura terapéutica, las estafas de la superación personal mercantilizada, la implementación de biopolíticas públicas de orientación poshumana y la caída absoluta de la *happycracia –*causante de la epidemia de tristeza más grande que se conoce hasta ahora– han dado origen a una disciplina con prácticas heredadas de la psicología positiva, el design thinking, la hipnosis y la física cuántica: la ingeniería de la felicidad.
A través de avanzados algoritmos de inteligencia artificial capaces de simular con exactitud las operaciones del sistema límbico humano, los ingenieros de la felicidad han logrado analizar patrones de comportamiento, preferencias individuales y respuestas emocionales para producir felicidad en los usuarios. La comprensión de la felicidad como un activo no fungible ha permitido su producción y distribución en las estructuras cerebrales bajo la lógica de los mercados financieros.
La ingeniería de la felicidad busca convertirse en una amalgama de ciencia, tecnología y ética, trabajando en aras de una sociedad más equitativa y emocionalmente saludable. Su misión, dicen, es optimizar al máximo los entornos físicos y digitales para crear experiencias liberadoras de estrés, utilizando construcciones hiperreales para simular ambientes positivos y seguros en la esfera colectiva.
¿Lo lograrán?
La cita del día
«No existe espacio si no existe luz. No es posible pensar el mundo sin pensar la luz [lo dijo Heráclito, lo dijo Einstein (…)]. Y sin embargo dentro de cada cuerpo todo es oscuridad, zonas del Universo a las que la luz jamás tocará, y si lo hace es porque está enfermo o descompuesto. Asusta pensar que existes porque existe en ti esa muerte, esa noche para siempre. Asusta pensar que un PC está más vivo que tú, que adentro es todo luz.»
Agustín Fernández Mallo. Nocilla Dream.
De las mejores entregas de Inteligencia Natural. No sabía de lo del criminal de guerra envenenándose en La Haya y de la banalización de su fin; el que no lo sepa tal vez indica que la marea no llega a todas partes, porque al menos a mí no me salpicó. ¿O estoy haciendo wishful thinking?
Gracias, brother. Yo creo que a todos nos salpica, pues es la relación teatralizada y banal con los símbolos lo que se repite. Este símbolo en específico no tiene mucha resonancia en nuestros entornos políticos y culturales, pero hay un montón más que sí (de Pablo Escobar, Nicolás Maduro y Trump para abajo). Lo difícil es no entretenerse con esos espectáculos cuando los tenemos enfrente, pero ya eso es harina de otro costal.