Mordiscos de plomo, mapas editados y memes que estafan países
En esta entrega de Inteligencia Natural hablaremos de los dientes de George Washington, el tecnofeudalismo de Google Maps y las memecoins libertarias como parte del nuevo casino político global.
Los dientes de George Washington
La noche del 25 de diciembre de 1776, enloquecido por el furor independentista, George Washington cruzó el gélido río Delaware para asaltar por sorpresa a una guarnición de mercenarios alemanes al servicio del Ejército Británico. Nada podría explicar ese arranque de temeridad suicida, salvo un misterio que el Padre Fundador escondía en su cavidad bucal: un artefacto de plomo con dientes de caballo, vacas, burros y seres humanos anónimos, cuyas secreciones habrían ocasionado una especie de saturnismo con síntomas rábicos que le permitirían asestarse una victoria clave para la Guerra de Independencia de los Estados Unidos.¿Qué pensarían aquellos alemanes al ver a un pelirrojo envenenado de 1.88 metros, dando alaridos con una dentadura animal al frente de 2500 soldados furiosos que acaban de cruzar un laberinto de témpanos de hielo en plena noche de Navidad?
El chiste es del comediante estadounidense Shane Gillis, pero no es difícil encontrar algunos rastros de verdad siguiendo la línea freudiana de liberación de manifestaciones sociales reprimidas a través del humor: los dientes de Washington están íntimamente relacionados con la victoria de la guerra. El Comandante del Ejército Continental había perdido la mayor parte de su dentadura durante la edad adulta y para el inicio de la Revolución Americana le quedaban apenas un premolar inferior izquierdo y quizás dos o tres piezas más de su dentadura original. ¿Cómo podría un desdentado manejar tropas, dar discursos, combatir al imperio británico y luego fundar un país?
John Greenwood, el dentista de Washington y autor de uno de los avances más importantes en la historia de la ortodoncia, logró construir una prótesis con colmillos de hipopótamo, muelles de aleación de oro y tornillos de latón que por fin se acomodaban al ahora presidente de los Estados Unidos (decir “se acomodaban” es una exageración, pues se sabe que Washington tuvo que llenarse la boca de algodones para corregir la desfiguración facial provocada por las planchas y salir medianamente bien en el famoso retrato de Gilbert Stuart que sale en el billete de 1 dólar), tras años de vergüenza y dolor.
Antes del invento de Greenwood, la historia de la boca del prócer escondía un dato oscuro. Se dice que la vieja prótesis de Washington, con la que suponemos ganó la Batalla de Trenton, se componía de dientes extraídos de los esclavos de su plantación de Mount Vernon. En un acto ambiguo entre el abuso y la indemnización, Washington llegó a pagar 122 chelines a los hombres que “donaron” sus dientes a la causa. Esta hipótesis no es tan descabellada, pues durante siglos se acostumbró a hacer restauraciones dentales usando diversos tipos de fuentes humanas: desde vasallos en aprietos que se dejaban extraer los dientes a cambio de dinero hasta cadáveres profanados por profesionales a sueldo. Incluso se crearía un nuevo oficio que daría para imaginar cientos de novelas negras, algo así como cazadores de dentaduras, encargados de obtener el material más codiciado por los aristócratas y burgueses cariados por el consumo de toneladas de vino y carne de cordero: los suaves, brillantes y frescos dientes de los jóvenes soldados caídos en los campos de batalla.

De modo que quizá para ocultar que George Washington podía tener dentaduras de esclavos en su boca, un wikileak que serviría de banquete lo mismo para sus enemigos políticos que para las venganzas caprichosas de la posteridad, surgió el mito más difundido hasta la fecha: los dientes del héroe eran de madera, un cuento que cualquiera con mínimos conocimientos sobre el efecto corrosivo de las enzimas digestivas, los ácidos y los microorganismos de la saliva sobre la composición molecular de la madera podría desmontar en un dos por tres. La innovación de Greenwood, a contraluz de la historia, vendría a ser entonces no solo uno de los aportes clave en la odontología del siglo XVIII, sino de la política norteamericana.
Esta larga anécdota trae varias aristas suculentas: la primera, y probablemente la más obvia, encubre cierto fantasma moral: cómo los pobres y los muertos siempre componen el cuerpo de los poderosos. La segunda, algo más divertida, es la relación entre salud mental y salud bucal, lo cual supondría agarrarse del mismo hilo que une a Napoleón (con sus mommy issues, sus trastornos narcisistas y el envenenamiento prolongado por mercurio) y al ezquizotímico y delirante Simón Bolívar: los Grandes Hombres de la Historia o son dementes o tienen que volverse locos para consumar su destino. Y la tercera, con algunos grados más de actualidad, es la tecnología como prótesis del poder, con todo y sus derivados bioéticos, ecológicos y (geo)políticos.
Desde mediados del siglo XX, producto de la industrialización del genocidio nazi y el desarrollo de la bomba atómica, se ha hablado de la captura de la ciencia al servicio de la guerra y de cómo la relación entre cuerpos, materiales y tecnologías define en gran medida quién devora y quién es devorado en la historia. Desde la Segunda Guerra del Congo y la fiebre del coltán ocasionada por la explosión de los microprocesadores y los teléfonos inteligentes, hasta la caza mundial del litio por los chinos e Elon Musk & Co. para la fortalecer el esqueleto de semiconductores de la I.A., ha quedado muy claro cómo la guerra alimenta la tecnología y qué cuerpos terminan pagando la factura del futuro. Sin embargo hay una discusión mucho más reciente, más sutil, y por eso con menos prensa, aunque con suficiente relevancia en esta época de convivencia con las máquinas: la separación entre el ser y los dispositivos, entre el cuerpo y la ciencia, entre usar la prótesis y ser la prótesis.
Federico Faggin, el físico italiano que inventó los microprocesadores y las primeras pantallas táctiles, es quien ha dicho a mi parecer lo más lúcido al respecto: si como humanos aceptamos la orden del cientificismo de convertirnos en máquinas al servicio de la producción, paradójicamente terminaremos siendo capturados por ellas. Se refiere, desde luego, al control de la I.A. por parte de las élites poderosas (después de haber fundado OpenAI en su etapa de entusiasta de la tecnología, Elon Musk regresa diez años después como magnate y Jefe de Tecnoestado a adquirirla mediante una oferta hostil, en un intento evidente de someter el poder de los exocerebros a una sola lógica corporativa y política expansionista) y al control humano a través de las máquinas, desde los dispositivos que alimentan nuestras adicciones cotidianas hasta los implantes cerebrales que pueden manejar prótesis, restaurar la visión y conectar los pensamientos directamente a una interfaz.
Por eso la preocupación de Faggin, específicamente en lo que respecta a separar la conciencia de la estructura material que llamamos cuerpo, no a través de cordones neurales diseñados en el laboratorio de un plutócrata, sino por medio del antiguo trabajo filosófico de preguntarnos quiénes somos, de dónde venimos, qué queremos como individuos libres, en fin, de hacer un trabajo personal de introspección, es de lo más pertinente en esta época que nos empuja a identificarnos de tal manera con los dispositivos que operan como prótesis de nuestras actividades cognitivas más básicas, que podemos terminar creyendo que somos ellos.
Es como si Greenwood se hubiera propuesto controlar los discursos de Washington a través de la prótesis dental y este, por inseguridad, pereza, exceso de ocupaciones o todas las anteriores, lo hubiese procurado como un bien estratégico para ganar la guerra (¿cómo no pensar en el cerebro político de Trump, controlado no por la política como en el 2016, sino por la avanzada evolución del enjambre tecnofinanciero?). Este podría ser el giro tecnológico y muy abrupto del chiste de Gillis, pero creo que no deberíamos llegar a tanto.
Bajo una concepción arriesgada, Washington podría ser una especie de cíborg ilustrado, un presidente con boca transespecie, un héroe híbrido, hecho de una aleación de carne humana con plomo, oro y colmillos de morsa, o apenas un terrateniente inseguro, con poca salud bucal pero con ideales muy claros, que encontró en una prótesis dental el puente perfecto entre el lenguaje y lo público. Como quiera que sea, prefiero quedarme con algo de la inocencia de Greenwood y de Faggin, respecto al modo en que la ciencia y la tecnología deberían orientarse hacia el bienestar y la libertad.
Todavía estoy calibrando las implicaciones de la palabra bienestar en el 2025, pero estoy plenamente convencido de que “la libertad”, aunque suene a frase de Premio Sájarov o a alguna variedad de delirio cuántico combinado con criptoestafas masivas*,* comienza por el pensamiento, eso que viene de un estado anterior al cuerpo y que es capaz de proyectarlo sobre él. Una especie de conciencia sin prótesis, capaz de operar y permanecer intacta incluso en los predios de una cavidad bucal destrozada.
Si acabas de llegar a este boletín o de pronto te perdiste las mejores entregas hasta ahora, puedes ponerte al día aquí. Hemos hablamos de la desaparición del futuro, de la crisis del erotismo y el deseo, de guerras raciales y música caribeña, de ciudades que no existen en los mapas y del sexismo de la inteligencia artificial, entre otras cosas.
El Golfo de América solo existe en Google Maps
Los Reyes Católicos, Carlomagno y Gengis Kan habrían salivado con esto: un equipo de cartógrafos fieles, siguiendo un delirio imperial convertido en edicto de anexión, se dedica a ampliar las fronteras de sus reinos a punta de dibujos. Los nuevos mapas son presentados a los súbditos en un acto público donde están involucrados tanto los cartógrafos como los obispos, los señores feudales y los cronistas financiados por el monarca, y de pronto todos celebran que el reino ha crecido por designio divino. Han conquistado los mares, las tierras enemigas, los parajes repletos de leones y especies homínidas horrendas, por la obra de un pincel fino, y ahora todas las voluntades políticas de los reinos vecinos deben alinearse a la imaginación del emperador y a la obediencia técnica de sus cartógrafos.
Esto podría ser al mismo tiempo una ficción clásica de Borges y uno de esos cuentos infantiles eruditos que uno encuentra en la Feria del Libro de Guadalajara, si no fuera por la disputa imaginaria que ha ocurrido sobre el Golfo de México y su representación en los mapas de Google (y ahora también de Apple). Ya sabemos que una de las habilidades básicas de los gobiernos contemporáneos es llevar su burbuja ficcional tan lejos como puedan, pero ahora estamos hablando de una privatización de la geografía, de la imaginación y de la percepción para obedecer los caprichos de un hombre al frente de la “nación más poderosa del mundo”.
No sé si fue un retraso en la propagación global de la actualización, pero yo llegué a ver en la aplicación móvil de Google Maps el Golfo de México, seguido del (Golfo de América), así en paréntesis, que es la forma políticamente correcta que tiene Alphabet de complacer las distintas posiciones sobre territorios en disputa. Luego desapareció. Ahora, como prometió Google, solo puedo ver el Golfo de México mientras permanezca en este país. Si me voy a Estados Unidos, veré Gulf of América, y si estoy en cualquier otro lugar del mundo, tendré la posibilidad de elegir de qué lado del paréntesis me quedo. Una muestra de que el dominio del mundo actual no podría ocurrir sin el control de la percepción y de la imaginación geolocalizada a través de las plataformas.
El Golfo de México aparece en los mapas desde al menos 1539, cuando Alfonso de Santa Cruz presentó en Madrid El Yucatán e islas adyacentes, un catálogo de todas las islas existentes en este lado del mundo. En el mapa impreso más antiguo dedicado exclusivamente a Norteamérica, trazado por los italianos Paolo Forlani y Bolognino Zaltieri en 1566, vuelve a aparecer como Golfo Mexicano. Para dolor de los fanáticos, hasta en el mapa de Henry S. Tanner (A Map of The United States of Mexico, 1826), se nombra como Gulf of Mexico, limpio, sin paréntesis, sin ambigüedades. En resumen, este Sinvs Mexicanvs, Golfe du Mexique, G. de Méjico, Golfo del Messico que comparten Cuba, Estados Unidos y México es una verdad histórica, geográfica y política indiscutible, con unas raíces muy profundas en el pasado de la tierra.
Cuando Claudia Sheinbaum sacó su mapa de la América Mexicana de 1607, tenía razón: México fue el centro de gravedad de un imperio que tenía un brazo en Madrid y otro en Manila, con unos pies tan largos que alcanzaban hasta las remotas tierras del Cabo de Hornos y con relaciones culturales y comerciales fluidas con China, Europa y las Antillas. La carta incómoda que envío la Cancillería mexicana a Sundar Pichai, el CEO de Google (no descuidemos la ironía triste bajo la trama del cuento infantil erudito: no es un rey reclamando a otro por el abuso cartográfico, sino un funcionario de la corte agraviada exigiéndole razón a un cartógrafo a sueldo del monarca expoliador para que le devuelva las tierras que le arrebató en su dibujo) se apoya precisamente en estas evidencias históricas que solo un emperador con sed de erosión simbólica y armado hasta los dientes de tecnología desmemoriosa podría negar.
Guillermo Tovar de Teresa recuerda cómo era la composición cultural y espiritual de este territorio para la época en que se compusieron estos mapas. Identifica dos versiones de Occidente proyectadas sobre el Nuevo Mundo: la latina, católica, colonizadora de casi todo el Nuevo Mundo, dueña de un espesor espiritual que le daría forma a toda América, y la anglosajona, protestante, disidente de la hegemonía teocrática de Roma, con un destino laico y secularizado, que se quedaría con la menor porción del continente encontrado, pero que terminaría transformando el sentido de vida de Occidente.
“De ese destino –dice Tovar de Teresa– nacería Estados Unidos como un mundo sin centro de gravedad, donde el pasado no es más que un satélite que flota desde fuera, como diría Jean Baudrillard. (…) La gravidez del pasado mexicano confronta a la artificialidad de los amos del mundo: los estadounidenses, que confunden la realidad con su ficción”.
Aunque la orden ejecutiva de Trump que renombra el Golfo de México como Gulf of America solo alcanza la parte de la cuenca que efectivamente le pertenece a Estados Unidos (por eso verán que la foto triunfal de Trump en el Air Force One decretando el Día del Golfo de América está acompañada de una fotografía del mapa con el nombre curveado, en serifas elegantes de gran tamaño, con un interletrado sospechoso y cuidadosamente adherido a la costa norte de un cuerpo de agua que ha sido mutilado en sus lados sur y este), Alphabet y Apple han renombrado la totalidad del golfo en sus mapas. Más de 2 mil millones de personas usan GoogleMaps al mes, algo así como el 25% de la humanidad, y la plataforma tiene la capacidad de señalar con exactitud la ubicación de Tortas Viridiana y la Fosa de Sigsbee, de manera que no hay torpeza ni intención inocente detrás.
Uno de pronto tiene la extraña sensación de estar viviendo en una época donde todo puede ser reinventado en tiempo real. Es como si estuviéramos regresando al tiempo de los atlas medievales, con sus estrechos imaginarios, sus islas fantasmas y sus monstruos marinos, cuyas representaciones eran manipuladas por los cartógrafos para ganar prestigio, demarcar zonas espirituales u ocultar territorios de los piratas. Lo interesante es que estos mapas estaban bañados de creencias populares, mitologías, supersticiones, nacionalismos, extravagancias de todo tipo, dirigidos a peregrinos y visitantes que no sabían leer, como podría estar sucediendo en estos tiempos de aplicaciones de geolocalización al servicio de un proyecto político. Decir que los mapas ya no registran el mundo sino que lo editan, es volver un poco a esas estrategias de manipulación medieval, ahora con vistas satelitales y posibilidades infinitas de hacer zoom.
La historia nos enseña que la dominación del mundo por derecho divino, real o consuetudinario, sin importar los acuerdos históricos, la exactitud geográfica, la coherencia política y los derechos humanos, son elementos que distinguen la mentalidad medieval de la moderna. Esta especie de colonización digital sin ley (o mejor dicho, por medio de una supraley, transterritorial, con una lógica financiera que trasciende los mercados y penetra las terminaciones nerviosas de los seres humanos alrededor del orbe), tiene resonancias ideológicas con aquella visión de mundo del régimen feudal, donde proliferaban estos mapas inexactos con enorme belleza y capacidad imaginativa, pero con cuestionable fidelidad. Por eso me parece tan atinado seguir la tesis de Yannis Varoufakis y hablar de tecnofeudalismo para definir este período decadente que no solo tiene aristas económicas, políticas y diplomáticas, sino profundamente simbólicas y culturales.
Una pequeña coda naval
Desde que apareció el mapa de Alonso de Santa Cruz en la primera mitad del siglo XVI, empezó a dibujarse una isla misteriosa, muy pequeña, ubicada cerca de la península de Yucatán, cuya existencia jamás se pudo comprobar. Esta isla, llamada Bermeja, estaría en un punto neurálgico del Golfo de México (Golfo de México): una zona que ayudaría a resolver uno de los múltiples “hoyos de dona” o tierras de nadie en aguas internacionales, cuyo principal beneficio sería establecer con mayor exactitud la zona económica exclusiva de cada país sobre el mismo cuerpo de agua.
Hasta 2009 se buscó sin éxito esta isla. Algunos dicen que la destruyó la CIA porque su hallazgo incrementaría exponencialmente el mar patrimonial de México y, con ello, de sus derechos sobre el petróleo de la región; otros, que fue sumergida por efecto del cambio climático y el aumento del nivel del mar; otros, los más, opinan que fue una imprecisión cartográfica, producto de falsos avistamientos y de quién sabe qué interés de la época virreinal. Lo que sí ha sido comprobado es que esta área marítima tiene 22 mil millones de barriles de reservas de petróleo y aporta más o menos un 17% de la producción total de crudo de Estados Unidos.
Y una advertencia para terminar
Antonio Pigafetta, autor del Primer viaje alrededor del mundo: relato de la expedición de Magallanes y El Cano fue el primero en hablar de un territorio en el extremo austral donde vivían gigantes de 2.7 metros con los ojos ribeteados de amarillo y corazones pintados en los cachetes, que bailaban, cantaban y se echaban tierra en la cabeza a pocos metros de la orilla del mar. Le llamó Tierra de Patagones y en algunos mapas antiguos puede verse el nombre alternativo “Gigantvm Regio”, para referirse a esta misma zona de fascinantes implicaciones bíblicas y literarias. Habría que tener cuidado entonces, porque si a un venezolano se lo tragó una ballena jorobada cerca del estrecho de Magallanes y un pez diablo negro, criatura monstruosa digna de la Carta Marina de Olaus Magnus, emergió de las profundidades insondables del mar, entonces el país de aquellos suramericanos de siete palmos de altura pueden aparecer de pronto en tu app de Google Maps.
Memecoins políticas (o El $Libertarismo casi siempre es cruel)
Gracias a las terribles incongruencias del anarcocapitalismo hecho en el sur, hoy tenemos un nuevo capítulo en el blockchain fraudulento de la política libertaria: $Libra, la criptomoneda de Javier Milei. Con una cortísima vida de tres horas en el mercado financiero, esta moneda-meme le ha costado al presidente de Argentina un posible juicio político, amenazas furiosas del FBI y una mancha irreparable en su gestión de gobierno, pero a nosotros nos ha venido a confirmar una verdad que sospechábamos desde antaño: el capitalismo se ha convertido en un gigantesco rug pull.
La trama fue así: después de lanzada con un tweet de Milei, la criptomoneda aumentó 1,300% su valor y tuvo una caída similar en cuestión de minutos, suficiente para que un puñado de gente con información privilegiada se hiciera brutalmente rica. En el segundo cero de su lanzamiento, ya un usuario anónimo había tenido una ganancia de 6,1 millones de dólares con una sola operación, y en los siguientes siete segundos siete personas hicieron 87 millones de dólares en total, derrumbando para siempre la cotización de la moneda. Lo que sugiere esto es que el equipo creador del activo y sus allegados, usando la popularidad y la legitimidad de un Jefe de Estado, economista, entusiasta de las criptomonedas como catapulta, saquearon la moneda en pocos minutos, se repartieron el botín del mercado y dejaron a los inversionistas incautos con un verdadero meme vaciado entre las manos.
Las memecoins son un tipo rarísimo de criptomonedas sin valor subyacente: es decir, no valen nada más que los índices de su propia especulación y suelen necesitar de una celebridad para movilizar sus cotizaciones entre el público masivo. Es como si uno tuviera una moneda que no vale por sí misma, sino por lo que el influencer del barrio, que puede ser lo mismo un actor de telenovelas o el diputado municipal, dice que vale. Y se llaman memecoins porque nacieron de los memes (ahora hay monedas de Pepe The Frog, de Doge el Shiba Inu y de otros adorables perritos virales que seguramente has visto en tu feed), una espectacular aleación entre la economía desregulada y la cultura digital, para crear estos extraños objetos especulativos, que son cómicos y desconcertantes a la vez.
$Libra se lanzó bajo el proyecto Viva La Libertad, cuyo principal objetivo era incentivar el crecimiento de la economía argentina, especialmente a través del financiamiento de emprendedores y pequeñas empresas con proyectos de desarrollo para la “Argentina Liberal” que por alguna u otra razón no pudieran acceder a los productos tradicionales del sector bancario. Es decir: esta memecoin tuvo una clara motivación pública y su vocero, nada más y nada menos, fue la primera cabeza de la Res publica, lo cual convierte esta historia instantáneamente en un asunto político y tangencialmente criminal (sí, es cierto que cualquier profesional de la clase media con el dinerito ocioso de un bono por desempeño laboral no podía tener instalada una wallet phantom en el blockchain de Solana, con criptomonedas de esta plataforma previamente compradas y listas para conectarlas a un exchange descentralizado en menos de 120 minutos, es decir, se necesita conocimiento en trading y una gran resistencia a la volatilidad para entrarle a esto, pero el hecho de que haya sido el presidente de la República el que impulsara el proyecto bajo un falso ideal de bien común, le aporta la capa turbia de haber jodido a una nación).
Al parecer, uno de los desarrolladores de $Libra, un estadounidense pálido de 35 años de esos con cara de youtuber con manifiestos extremistas que salen a la calle forrados de armas automáticas compradas en Walmart, estuvo también detrás del lanzamiento de $Melania, la criptomoneda que la esposa de Donald Trump sacó 24 horas después de la de su marido y que en una matriz de opinión algo criptomachista resultó ser la culpable del desplome repentino de ambas.
La realidad es que todo funcionó con un esquema muy similar: el presidente electo lanza su criptomoneda con un post en X tres días antes de su toma de posesión en el Capitolio para celebrar masivamente su victoria. El anuncio lo hace a las 11:41 de la noche, en el punto álgido de un baile elegantísimo con frac, champán y entradas de 2500 dólares que organizó en Washington D.C. con toda la industria cripto, con el objetivo de generar confianza en el mercado desregulado y reforzar su imagen como “Crypto President”. Sin embargo, ninguno de los invitados a la fiesta había sido informado de la movida que Donald estaba a punto de hacer.
Se creó, entonces, un hype enorme y agresivo en el mercado con el lanzamiento de $Trump, que significa básicamente una transferencia impresionante de dinero desde billeteras de decenas de miles de personas a la moneda del presidente, disparando su precio mientras el resto de los activos estables perdían valor. Los propietarios de las memecoins políticas (en el caso de $Trump y $Melania, los holders no son cuatro jóvenes despelucados, sino dos empresas registradas a las orillas del gélido río Delaware a principios de enero, ambas propiedad de Trump) engrosan su capital con dinero líquido y patrimonio reinvertido en monedas estables a precios de gallina flaca (como Bitcoin y Ethereum, por ejemplo, que según la teoría no tienen injerencia humana y no son corruptibles), y el criptoactivo que movilizó a las masas queda como lo que es: un meme arrojado al ciberespacio, con toda su carga cultural, chistosa y cruel.
Decir cruel no es retórico. El libertarismo tiene un núcleo de crueldad que obtiene sus energías de la autoexplotación idealizada y de un individualismo rapaz encubierto bajo falsas ideas de libertad de mercado y espejismos de orgullo anárquico. En otras palabras: te despojan de tu patrimonio mientras te transfieren la responsabilidad de tu derrota. Y basta cruzarlo con la típica falacia perversa de la mentalidad ganadora del shark (“Elon Musk tiene las mismas 24 horas del día que tú, así que no hay excusa para tu miseria”) para dar con el sustrato ideológico de la trampa.
Las estafas de $Trump y de $Milei son estafas porque ambas estaban discursivamente vendidas como un proyecto colectivo, bajo la promesa de las finanzas desreguladas (que sería el equivalente tecnofinanciero de ese principio seudoanárquico que le brinda un esqueleto político a esta clase de locuras), con el único propósito de extraer beneficios masivos a costa de la pérdida patrimonial de decenas de miles de personas. Y nadie es culpable. El único culpable eres tú, por no saber y no actuar a tiempo, por no poder meter 1 millón de dólares en los microsegundos donde operan los ganadores, por no rodearte de la gente correcta para acceder a ese 1% que tiene el 90% de las monedas y estar más bien en el horrible 99% que es pobre-porque-quiere. De eso se trata esta crueldad: de convertir el teatro de la política y la economía en un casino estadísticamente diseñado para robarte. En síntesis: eres libre para permanecer jodido.
Cualquiera podrá decir: ¿pero eso no es lo mismo que hacen los gobiernos clásicos, con sus bancos centrales, sus tramas de corrupción y sus alianzas lúgubres con las aseguradoras y las instituciones crediticias, vendiendo un ideal de bienestar nacional que resulta ser falso, pues la coacción tributaria termina cayendo en la misma coladera que se financiariza con la precarización de la gente? No. No es lo mismo, porque mientras allá se maneja un aparato pesadísimo que obliga a pagar impuestos mientras se invierten cantidades industriales de basura retórica para justificar los robos, aquí la ligereza y la velocidad rentable de la operación apela al lado individualista, incluso lúdico, que es la contracara más cínica del libre mercado desmontado: “Si vas al casino y perdés plata, ¿cuál es el reclamo?”, dijo Milei. Si apuramos el diálogo, el presidente podría haber terminado así: “Más bien deberías agradecer que te estoy salvando de los bancos y las oligarquías podridas de siempre”.
Hace casi dos décadas, Umberto Eco identificó un síntoma cultural que llamó “oxímoros conciliadores” y que revela cómo conceptos, situaciones y realidades profundamente contradictorias pueden coexistir no solo con normalidad, sino con el auspicio del gobierno, los medios y el habla popular. En aquel entonces se refería a la izquierda fascista, a los ateos clericales, a la Realidad Virtual, a la política en la televisión y a la Inteligencia Artificial, pero hoy podría actualizarse a los predios del anarcocapitalismo, de la derecha populista y del narco neoliberal.
¿Cómo algo que promueve la libertad puede ser cruel, cómo un presidente puede ser un entertainer empírico y un trader en ejercicio al mismo tiempo, cómo un Jefe de Estado puede promocionar activos de volatilidad en redes sociales, cómo un Estado puede ser al mismo tiempo un casino? Esto, argumenta Eco, solo es posible en un mundo donde las ideologías han colapsado, dejando como residuo un debate infértil entre situaciones que antes se aniquilaban entre sí. Lo “conciliador” es el espejismo de que sí pueden convivir para el bien de todos y que cualquier postura que intente desarticular esa mentira será tachada de intolerante, premoderna o anticuada.
Es tan cierto que el libertarismo es una propuesta ajena a nuestra imaginación política, que Milei tiene prendido un rollo judicial y político mayúsculo, a diferencia de su maestro Donald, que actúa en la plena impunidad de la plutocracia. Hay noticias triunfales de que el 47º presidente de Estados Unidos quintuplicó su capital en 24 horas y hoy puede verse la página web de World Liberty Financial, la empresa familiar de los Trump, con su CEO Presidente Patriarca a la cabeza como Chief Advisor y paladín inspirador, disidente de todas las reglas del sistema corrupto, guiando a la prole con su mano anaranjada hacia el paraíso engordado de las criptomonedas.
Por cosas como estas me he reconciliado con la compleja y escandalosa tradición hispana que, al cruzarse con el empresariado bélico de los conquistadores y el poderío místico de los indígenas, creó una mezcolanza medio revanchista, desordenada, sufrida y más de una vez tramposa, pero siempre en posición de sospecha frente a los bucles del poder. Milei salió tres horas después del Gran Robo echándole la culpa a la casta política argentina, es decir, repolitizando la fechoría, pero nadie, salvo unos trolls encarnizados, se comió el cuento. Es imposible saber a dónde va a conducir este nuevo capítulo con la intervención de la “justicia” y la “política” tal como la conocemos los latinoamericanos, pero lo cierto es que ese espíritu premoderno que todavía empaña muchas de nuestras interacciones sociales y políticas, podría encubrir una capacidad insospechada para retrasar el encanto del espectáculo tecnofinanciero. No nos haremos ricos, pero al menos sabremos distinguir un meme de un decreto presidencial.