Somos la nueva Generación Perdida: surrealismo en tiempos de hiperrealidad
En esta entrega de Inteligencia Natural hablaremos de la desaparición del futuro, la obsesión con un pasado idealizado y de cómo hemos aprendido a vivir el absurdo sin crítica ni placer.
En unos días se cumplirán cien años del surrealismo. Un siglo desde que André Breton escribiera y publicara en París el primer Manifiesto del surrealismo. Eran los années folles, la época dorada de la posguerra, la primavera del comunismo y de los nacionalismos totalitarios en Europa, una década de grandes descubrimientos en la plástica, la literatura y la arquitectura, envueltos en una burbuja de consumo y prosperidad que acabaría poco después con la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial. Más allá de los ecos que todavía quedan de la vanguardia artística impulsada por el surrealismo, parece que hay condiciones sociales, políticas y psíquicas parecidas a las que había en 1924.
Si hace cien años los humanos teníamos que recurrir a ciertas técnicas extravagantes para acceder a las profundidades de la psique, hoy la techné funciona al mismo tiempo como expansión y como remedo de nuestras facultades mentales. Byung-Chul Han atina al decir que las máquinas no piensan en el sentido humano: hacen como si pensaran. Una especie de semblante de pensamiento que produce objetos (textos, imágenes, códigos) al margen de las preocupaciones éticas, estéticas y políticas que nos hacen, precisamente, humanos. Una idea quizá muy parecida a aquella del “dictado del pensamiento sin la intervención reguladora de la razón, ajeno a toda preocupación estética o moral”, que desarrolló André Breton en el Manifiesto.
Que el surrealismo encuentre ecos en esta época ya no como programa artístico, siquiera como agitación política, sino en la dimensión psíquica de una civilización compuesta por seres humanos y máquinas que conviven entre automatismos y sobreestimulaciones, me parece muy revelador. Ya no están Breton ni Soupault ni Éluard, pero podemos crear un GPT que nos enseñe las técnicas del surrealismo para escribir un cuento breve o un copy para una campaña de cosméticos. Ya no necesitamos forzarnos a ver las relaciones fortuitas entre una máquina de coser y un paraguas; con hacer preguntas a estos exocerebros que actúan a velocidades extremas podemos obtener no solo respuestas inquietantes, sino la verdadera experiencia de la “escritura automática”.
Para profundizar en esto, he invitado al doctor José Alberto Moreno, historiador mexicano de larga data, quien fue mi maestro en varios seminarios del Museo Memoria y Tolerancia, y a quien le escuché decir el término Unheimlich con una elegancia que no he vuelto a encontrar jamás. José Alberto, además de ser un historiador de pluma brillante, es un intelectual con una vasta cultura, que puede hablarte lo mismo del espacio vital del nazismo en 1939 que del ballet Bolshoi y la temporada de ópera 2024 del Metropolitan.
Veamos a dónde nos lleva esto.
Zakarías Zafra. José Alberto, la década de los 20 pertenece a la llamada Generación Perdida, una especie de compuesto entre la desorientación y el trauma de millones de personas tras la Primera Guerra Mundial y la presencia inusual de expats estadounidenses en Europa, cobijados por el cosmopolitismo y la ambición intelectual de una época boyante destinada a durar muy poco. Un eco más o menos exacto de los espíritus devaluados y desconcertados de los milénicos y Gen-Z’s después de la pandemia, así como de la explosión del nomadismo digital en Occidente, con un número enorme de ciudadanos jóvenes (algunos de ellos autodenominados expats) migrando hacia otras ciudades en busca de un estilo de vida cosmopolita, hiperconectado y ligero. Los millennials, por cierto, han sido llamados también “la generación perdida” de este siglo. ¿Es apropiado –o en todo caso no demasiado temerario– encontrar ecos de los años 20 en la época actual?
José Alberto Moreno. Soy enemigo de pensar que la historia es cíclica, dado que cada época tiene sus contextos específicos, pero me voy a contradecir. Nos miramos en la década de los 1920 porque nos sentimos al final de una época cuyos comparativos con los de hace un siglo son evidentes. El sentido de pérdida y desasosiego que describes tiene sabor al final de una época. Hace cien años el mundo progresista (en el sentido kantiano, no en el actual) y las supuestas luces de la civilización de la Belle Époque habían desaparecido bajo la tragedia de la Gran Guerra, y las esperanzas de un futuro revolucionario (en la URSS, pero también en la Alemania bajo los espartaquistas) tampoco emocionaban a todo el mundo. Así, surge el surrealismo para dar sentido al absurdo.
Hace un siglo, Freud escribe y publica “El malestar en la cultura” para denunciar precisamente lo Unheimlich, todo aquello que había perdido sentido; es decir, esencialmente la civilización como mecanismo social que nos llevaría a la felicidad. Cien años después estamos perdiendo el sentido de todo aquello que nos traía lógica desde la década de los noventa. El neoliberalismo –que ahora parece más cajón de sastre que concepto real- conllevaba una utopía: que todos seríamos felices bajo el ideal del final de las fronteras y de un mundo donde todos compraríamos y comerciaríamos libremente.
También el neoliberalismo nos llevaba a una utopía de igualdad de oportunidades a partir del mérito y el esfuerzo. No sólo eso, también cumpliría un ciclo en donde el mundo en su conjunto se convertiría en una democracia técnica, donde la igualdad se proyectaría por los medios electrónicos. Además, la hegemonía estadounidense ofrecía solidez en un entorno internacional, que si bien tenía sus problemas (el terrorismo o las dictaduras) pensábamos en su triunfo al final. En síntesis, nuestra “Bella Época” nos daba resguardo y sentido a quienes crecimos en la década de los noventa e inicios del siglo XXI.
Sin embargo, ese mundo ideal se estrellaría internacionalmente con el triunfo de Donald Trump en 2016, simbolizando también el triunfo de todo aquello que estábamos ocultando bajo la alfombra (nacionalismo, populismo, pobreza galopante, intolerancia, discriminación). En el caso especial de México, la crisis nos entraría antes con la guerra contra el narcotráfico y especialmente la matanza de Ayotzinapa. El discurso democrático y neoliberal hegemónico se hizo añicos frente a las nuevas barbaries: las matanzas normalizadas, la brutalidad policiaca, las muertes de los migrantes como sistema; sumadas a los contextos de la invasión rusa de Ucrania, la guerra de Siria o el fracaso de la invasión en Afganistán, nos fuimos quedando sin ese sentido que nos ofrecía el neoliberalismo.
Así, un nuevo ciclo de desconcierto se haría más evidente con la pandemia, pero ya tenía todos sus ingredientes manifiestos: un mundo polarizado por las injusticias, violaciones sistemáticas de los Derechos Humanos, sistemas de discriminación que seguían sustentándose en elementos como raza, origen étnico, nacionalidad, sexo o clase. Entonces, esas realidades ya no siguieron encontrando una salida (ni siquiera ideológica) en los valores del siglo XX. ¿Tenía sentido la democracia? ¿Tiene razón un sistema político que resuena hueco ante las demandas populares? ¿Es mejor vivir bajo una tiranía que nos resuelva los problemas inmediatos? Así, el eco de los 1920 se proyecta sobre nosotros y dejamos de ver un futuro para concentrarnos en el pasado. Ese pasado nos da sentido ante el caos. De ahí que resurjan los extremismos políticos (derechas e izquierdas) y los fundamentalismos religiosos o culturales.
Sin embargo, este eco de los 1920 difiere con nuestro pasado. Hace un siglo, todos los movimientos que surgieron (del socialismo soviético al fascismo, incluyendo los nacionalismos antiimperialistas y las socialdemocracias) pensaban en la construcción de un futuro. Nosotros ya no; queremos que esos pasados –que se miran gloriosos– sean presente y ya no nos abandonen. Somos más reaccionarios que progresistas.
El surrealismo daba sentido a partir del absurdo. En la actualidad, incluso, somos incapaces del absurdo como crítica. Estamos pasmados frente al horror, pero no tenemos respuestas a la altura. Sólo gritos o golpes sin construcción de un sistema. Todos somos una nueva generación perdida.
Zakarías Zafra. Lo que dices me hace recordar algunas ideas de Mark Fisher. La primera, desde luego, es la hauntología: ese retorno de los fantasmas de las promesas abolidas del pasado, esos residuos del futuro que nunca fue y que vienen a encantarnos (y a perseguirnos) en el presente. Y la segunda tiene que ver precisamente con el surrealismo: la subversión es hoy imposible básicamente porque no hay un escenario para invadir y la realidad ha sido absorbida dentro de la simulación. Lo irracional y lo ilógico, que eran los patrimonios fundamentales del surrealismo, se convirtieron en categorías banales del hipercapital. Según Fisher, esa distinción entre escenario y fuera de escena, que era una condición necesaria para la acción surreal, fue reemplazada por un “loop ficcional mansamente inclusivo”, algo mucho más cercano a la hiperrealidad que a la investigación de lo inconsciente.
Solo en un programa ficcional en bucle cabría pensar que un expresidente con 34 cargos penales pueda presentarse a unas nuevas elecciones presidenciales, o que las instituciones financieras, los operadores turísticos y las tiendas departamentales se pongan a hacer política identitaria como estrategia de oportunismo comercial o que una alianza política improbable entre el militarismo secular, el estalinismo de los 50 y el crimen organizado hipercapitalista del siglo XXI pueda gobernar un país latinoamericano como un enjambre de mafias. Son muchos los ejemplos, en México, en Venezuela, en todo el hemisferio occidental, que podrían dar para un libro al estilo de La exhibición de atrocidades de J.G. Ballard.
Coincido contigo en que somos incapaces del absurdo como crítica. Agregaría que estamos, además, divorciados del absurdo como placer. La ira colectiva de estos tiempos –que se ha intentado tramitar con el shopping, con guerras proxy, con protestas masivas, con hongos, con endeudamiento– tiene su origen en esa secuencia de hechos catastróficos sin explicación que encajan perfectamente bien en la disciplina adictiva del espectáculo. El pésimo humor de esta época, aunque no parezca, está conectado a esa balanza perversa donde un meme pesa lo mismo que un hecho real.
¿Quién podría reírse de que miles de personas hagan transacciones financieras con una criptomoneda con la cara de Pepe The Frog? ¿A quién se le ocurriría hacer un chiste de los repartidores de Uber, declarados héroes nacionales durante la pandemia, ahora mendigando por la seguridad social? ¿Cómo atrevernos a encontrar placer en la historia de un robot surcoreano que se suicidó tras un año de trabajo ininterrumpido?
No hay respuesta. O tal vez sí hay una provisional: vivimos el absurdo como una posibilidad cultural. Lo que antes veíamos como un divertimento que explicaba la realidad de forma oblicua, ahora es una probabilidad completamente alineada con ella. Tú y yo podemos ser el robot y el repartidor de Uber Eats. Y a los dos nos pueden pagar nuestros textos con tokens de PEPE.
Si el surrealismo, como todas las vanguardias de aquella época, fue antes que un movimiento de ruptura un ataque de esperanza y arrojo hacia el futuro, ¿podemos decir que el hiperrealismo es una investigación de la tristeza y la depresión por los fracasos del pasado?
José Alberto Moreno: Más que los fracasos del pasado, serían los fracasos del presente. Si bien en la política actual tiende a mirarse al pasado, este se ve con ojos de nostalgia y sin asomo de crítica. Por ejemplo, el partido Vox en España recurre a una “limpieza” nostálgica del pasado imperial resucitando el mito de la la “Madre Patria”, católica e identitaria, como si el imperio hubiera sido un orden unificado y no un conjunto muy diverso de pueblos, culturas y prácticas religiosas, sociales y políticas. Frente a ellos, en la antípoda de la ultra izquierda, el partido Unidas Podemos se inventa otro pasado donde todo es catástrofe y lo único que puede “salvar” a la conciencia española es sacar los flagelos simbólicos a la calle, perseguir a quienes no comparten lo que ellos, y pensar que se puede construir desde cero. En ambas posturas se inventa un pasado, no se comprende o se entiende; tampoco se quiere entender, es sólo un monigote discursivo para situarse en el campo de batalla ideológica.
Tales pasados nostálgicos enmascaran el presente y, por lo tanto, tampoco buscamos hacernos responsables de nuestro presente para el futuro. Ahí me explico el éxito que tienen las demagogias actuales. Si nos peleamos a muerte por el pasado, no tenemos tiempo para analizar el presente, menos aún proyectar un futuro. En el caso mexicano es bastante evidente: desde la presidencia se ha generado una gran cantidad de disputas estériles por el pasado (pelearse con España, lanzar la pregunta flamígera en redes “¿Tú que estabas haciendo cuando sucedió x evento?”, discutir por Twitter si ha sido peor el PRI, el PAN o Morena), que enmascaran los problemas del presente. Si no fuera eso, ¿por qué no nos importa como sociedad el destino de los desaparecidos? ¿Por qué no hay indignación masiva ante las masacres? No nos importa porque seamos insensibles (quisiera creer eso), sino porque el presente es tan doloroso que no podemos procesarlo y tampoco desde el espacio del poder quieren que hagamos dichas preguntas y menos aún que pensemos en el presente. Sólo se nos avienta dinero, pero no hay construcción institucional o social, solamente simulaciones y pantomimas.
Somos sociedades traumatizadas por el presente. Sí, la pandemia reveló muchas fracturas (desde la pauperización de los repartidores del Uber hasta el estado lamentable de los servicios sociales y de salud en muchos países, pasando por problemas en la salud mental de las poblaciones o las condiciones miserables del trabajo), pero tampoco se discutieron y menos aún se les buscó una solución. Se les pasó página. Lo contrasto con otras catástrofes que generaron cambios profundos (las guerras mundiales o la pandemia de la gripe española), donde la indignación se materializó en sistemas de protección social y la creación de los Estados benefactores. Nosotros no hicimos nada.
Ahí que ya no podamos pensar en el absurdo. Vivimos en el absurdo, como bien lo dices. Sustituimos el presente por lo digital; entonces, en redes podemos ser personajes y vivir el absurdo como lo cotidiano. De esa manera, las redes nos han provisto de un “para/presente”, que no es más que una simulación. Pero esto ha creado una economía de la simulación que descansa en el escape y que se corresponde con una política de la ficción. Ahí que vivamos entre absurdos. Pienso en una frase del periodista estadounidense Edward R. Murrow, quien la dedicaba a la televisión, pero que me hace pensar en las redes sociales: “En el mundo de la imagen, siempre somos vecinos del circo. La amenaza es que nos controlen los payasos”; desgraciadamente, ya ni siquiera nos controlan los payasos, ya son los changos del circo. Ahí está el absurdo del presente.
Zakarías Zafra. Mientras escribimos esta especie de ensayo a cuatro manos, Peter Sloterdijk dijo lo siguiente en una entrevista con el diario El País: “el hombre contemporáneo solo se refugia del futuro con actitudes frívolas. Vivimos como si no pasara nada, pero hay algo en el ambiente. Y desde ese punto de vista, el gris también es el color de esa falsa hilaridad que todo el mundo despliega”. Sloterdijk está respondiendo a una pregunta que contiene una premisa del historiador francés Michel Pastoureau, según la cual vivimos “tiempos grises” de infelicidad y desasosiego. Esa sensación de desastre sin nombre que, siguiendo a Sloterdijk, bien puede venir de una catástrofe nuclear, del calentamiento global, de un genocidio humano perpetrado por inteligencias artificiales, de una tercera guerra mundial o de un blackout permanente como el que ocurrió con Microsoft hace dos meses, por un lado nos mantiene exaltados, aterrados, y por otro aplana nuestra cotidianidad y la apaga en esa –en esta– grisura sin fin.
André Breton se proponía con el surrealismo captar las fuerzas ocultas en las profundidades del espíritu y traerlas a la superficie de la realidad con o sin el arbitrio de la razón, una tarea que correspondería principalmente a los poetas y los sabios, los únicos con competencias y métodos para ejercer la imaginación al margen de la lógica utilitaria. Si me obligo a trazar paralelismos con esta época hiperrealista, puedo llegar rápidamente a la conclusión de que tal cosa no es posible, porque la ausencia del absurdo es también una crisis de la imaginación y porque esas fuerzas ocultas están prácticamente bloqueadas por lo que Bifo Berardi llamó la intervención del Mercader y el Guerrero: los intereses financieros y los programas de guerra que arrinconan la creación del Sabio.
Desde Leslie Groves hasta Elon Musk se construyó una línea divisoria donde los poetas del código y los sabios de las humanidades están obligados a encontrar un lugar a los dos extremos de la tecnopolítica: o en la silla ergonómica del empleado o en el banquillo de los inútiles. Por eso me parece un acierto –quién sabe si una premonición– que Breton le haya dedicado un párrafo entero a los locos en su manifiesto: nadie goza de la imaginación, la indiferencia y la libertad como ellos. En su inocencia y en su “escrupulosa honradez”, para decirlo con las mismas palabras de Breton, está la posibilidad de encontrar los tan anhelados frutos del espíritu.
Quiero, antes de irme, mostrarte una fotografía profundamente surrealista: una publicidad de Sony Ericsson en el centro de la Ciudad de México, más o menos de la misma época en que André Breton merodeó por estos lares:
Un gigantesco robot de latón en una esquina de la calle Madero, anunciando una marca de teléfonos como un coloso del futuro cyborg e hiperconectado que nos esperaba. No podemos probar que Breton haya visto algo así en su visita a México, pero de lo que sí puedo estar seguro es que fue en ese intersticio entre lo premoderno y lo hipercapitalista –un carrito con cráneos de borrego al lado de un Starbucks con Drive Thru, el copal humeante entre baratijas tecnológicas importadas de China, el organillo desafinado a las puertas de una tienda Nike– donde el padre del surrealismo encontró la propuesta de continuidad de su movimiento.
A lo mejor de ahí me voy a agarrar para intentar cerrar esta entrega con un atisbo de humor, que puede ser una de las fuerzas ocultas de la esperanza: de esa zona intermedia entre lo que Carlos Monsiváis llamó “post apocalipsis” para referirse a tu ciudad y lo que Kit Mackintosh llama “la zona de letargo depotenciado” en su crítica de los sonidos de la música actual. Por un lado podemos creer que el desastre ya pasó y, por otro, que se canceló lentamente un futuro, ese que formulamos en el pasado, pero que puede haber otros futuros en formación, ciertamente cyborgs y poshumanos, pero no necesariamente nefastos.
José Alberto Moreno. En lo cyborg y posthumano tenemos un reto: no queremos aceptar que todo ello es programación nuestra (inclusive, freudianamente, proyección nuestra). Entonces le queremos dar un poder divino y metahumano, sin aceptar la condición que decía: somos responsables de nuestro destino y es lo que no queremos aceptar. Por eso proyectamos el pasado como nostalgia y el presente como desastre. Todo eso se complica porque además matamos a Dios y no tenemos a quien echarle la culpa de nuestro cruel destino. No sé sí el desastre “ya pasó” o sencillamente seguimos en ese desastre (me temo a creer más en lo último), pero desde ahí podríamos proyectar nuevos futuros. Ahí está la clave para salir del pesimismo actual: pensar en otros futuros que podamos vivirlos y disfrutarlos.
Regreso a la imagen. Esa foto me encanta porque es un momento especial en la Ciudad de México. Tras la Revolución, se buscaban respuestas para dar sentido a una sociedad profundamente dividida y fragmentada. Ese robot fue un intento de llamar al futuro y proyectar una sociedad distinta. Desde la mirada europea efectivamente era algo surrealista (para los europeos, todo lo incomprensible es surrealista), pero para los locales era una manera de comprender un pasado inmediato tremendamente cruel y que a su vez proyectaba un futuro sustentado en la tecnología y las primeras telecomunicaciones (los teléfonos, la radio).
Mi principal interés académico son esos intersticios con la modernidad y la globalización. A pesar de los discursos oficiales e historicistas, vivimos en nuestra época y respondemos a ella. Ahí que el centro de la Ciudad de México pueda parecer sólo surrealista, más no lo es: es muy moderno, si entendemos la modernidad como contingencia e interacción global. Es un espacio moderno desde el siglo XVI y lo sigue siendo; por ello podemos encontrar a Nike y Starbucks al lado de los restos arqueológicos mexicas o de una iglesia barroca, mientras se venden remedios tradicionales y tacos de canasta por personas que se comunican por un Iphone de última generación. A lo que voy es que en México nos quedamos solo con la explicación del surrealismo como signo de inferioridad, cuando es una gran capacidad de interacción.
La modernidad es surrealista y no puede serlo de otra manera. Ahí esa convivencia barroca que nos permite sobrevivir al desastre. Pero es igual en Europa, donde en el centro histórico conviven una iglesia gótica con un edificio del siglo XIX al lado de un McDonald 's lleno de turistas asiáticos, mientras unos músicos magrebíes tocan con instrumentos tradicionales “Despacito” de Luis Fonsi. Lo mismo ocurre en Asia o en África, pasando por las naciones del Pacífico sur. En síntesis, nuestro mundo es surrealista en el sentido de que el surrealismo da explicación de la contingencia por medio de lo absurdo. Así, en lugar de buscar “la pureza” de la modernidad (que no la tiene y por definición en contingente y mestiza), abracemos ese sentido del surrealismo como subsistencia.
José Alberto Moreno Chávez es Doctor en Historia por El Colegio de México. Fue International Fox Fellow (2009) en el MacMillan Center for Area Studies en la Universidad de Yale y receptor en dos ocasiones de la beca SEPHIS otorgada por el Ministerio de Cooperación de los Países Bajos.
¡Que nivel de entrega!
Muchísimas gracias al profesor José Alberto y Zakarías Zafra por esta conversación que me dejó tanto.
Excelente está entrega. No hay una sola linea que no merezca relectura y reflexión. Zacarías, sería genial escucharte en el Congreso de Humanidades Digitales de la Ucab. ¿No te animas?