El Momento Savoy
En esta entrega de Inteligencia Natural hablaremos de Venezuela, de guerras raciales, de música caribeña y del sabor del chocolate como señal de un desplazamiento afectivo posnacional.
La primera vez que me comí un chocolate Savoy fuera de Venezuela fue en 2018, dos años después de haber emigrado y a punto de entrar en ese largo período de tramitación de contradicciones, esperanzas fallidas y desengaños de todo tipo que suele seguir al primer brote de adrenalina migratoria. Cuando probé ese cuadrito de Carré tenía la sensación muy real de que Venezuela iba a acabarse pronto y que aquello era un sabor final.
Por alguna razón (por muchas: la ilusión de estabilidad en México, el fracaso político generacional todavía suelto como un espanto, el distanciamiento progresivo de la realidad de mi país) había recreado la teoría de Fukuyama en un espacio de formulación traumática y llegué a creer con un fervor ingenuo que la historia venezolana había terminado y que, a partir de ahora, todo sería recoger cadáveres, cerrar las últimas casas y huir.
Fue, desde luego, una solución dogmática y naive, pero que llegó a ayudarme de una manera sutilmente perversa a mantener en movimiento el deseo ante el avance violento de la culpa: nunca me sentí demasiado “a salvo” de ese naufragio. Muchas cosas se hundieron, sí, y yo me hundí también, pero tendrían que pasar varias limaduras graves de la ficción narcisista para darme cuenta de que mi país, aunque pequeño y gobernado por el mal, no era un islote débil capaz de desaparecer sin que nadie hiciera nada. Ese fue el primer paso para ponerme a cazar por fin los fantasmas del fracaso político a contraluz de una verdad elemental: hay alrededor de 23 millones de personas vivas en el país, lo cual se traduce más o menos en 23 millones de posibilidades de que suceda algo distinto a lo que la mente traumatizada de un emigrado pueda pensar.
No me culpo. Para entonces (hablo de ese período elongado que va desde las piruetas salseras de Maduro sobre los cráneos de los estudiantes asesinados hasta la resaca de la era post-Guaidó, pasando por el Gran Apagón de 2019 y los primeros indicios del Tren de Aragua) era normal ir al mercado Medellín a comprar chocolates venezolanos, frescolitas y pirulines como una muestra viva de las golosinas del naufragio. Era una especie de masoquismo posnacionalista con rendimientos libidinales típicos de cualquier despecho: gastarse 30 dólares en dulces para “extrañar” lo perdido. Intentar contactar con el espíritu desarraigado de la patria a través de productos comestibles.
Gracias a las etiquetas Made in Texas de la Harina Pan (y al consumo cada vez más despreocupado de sustitutos muy efectivos como el Pirucrema, el Postobón y la harina Goya) entendí que la economía de importación solo hablaba de un sabor desplazado, no desaparecido. La malta seguía llegando a las estanterías, el Ron Santa Teresa podía encontrarse a precios no obscenos y yo estaba comiendo arepas cuatro veces por semana. Gradualmente, la compra de golosinas lúgubres en el Medellín fue convirtiéndose en una rutina plana, incluso divertida, que tenía sí o sí que llevarme adonde efectivamente me llevó: a la variación en la estela del sabor. De pronto el Carré con avellanas ya no me produjo el placer perverso del Fin de la Historia, sino el goce lejano, pretérito, de una fiesta todavía encendida.
Más o menos por la fecha en que me comí ese chocolate, fui a la presentación del libro Venezuela’s Collapse: The Long Story of How Things Fell Apart, la mejor explicación que he encontrado hasta ahora de la catástrofe venezolana del siglo XXI, cuyos orígenes se remontan a los conflictos raciales de la Colonia, las guerras étnicas jamás asumidas como tales de la Independencia y la Federación, y la amalgama social y económica milagrosa que nos dio el petróleo en la Venezuela moderna, derramado de pronto sobre un país con instituciones y hábitos republicanos todavía muy débiles.
Junto a Carlos Lizarralde, el autor del libro, estaba uno de los precandidatos a las elecciones presidenciales que se celebrarán en unas horas: Andrés Caleca. Tuve la oportunidad de hablar largamente con Andrés y recibir, a través de su discurso sereno y directo, la noticia de que algo inédito estaba ocurriendo en el país, que había una nueva generación de jóvenes votantes dispuestos a recobrar el impulso democrático, que se había acabado la antipolítica en Venezuela y que, por fin, algo genuino estaba surgiendo entre las bases populares, un entusiasmo solo comparable al de las campañas de Henrique Capriles, hace más de una década.
Creo haber mantenido al margen no solo mi profunda desconfianza de la política tradicional como alternativa viable en el mundo contemporáneo, sino mi propensión natural a corresponder al riesgo de cualquier reunión de venezolanos en el exterior, no importan los años, los tequeños o los litros de Old Parr de por medio: derivar una conversación casual hacia un lugar oscuro de las entrañas desde el cual es imposible regresar intacto.
Cada sorbo de Whisky escuchando a Caleca –y a un abogado petrolero impertinente que quería convencernos a toda cosa de que PDVSA fue un imperio mundial opulento que pudo haber pagado la formación en Harvard de 20 millones de venezolanos pero que fue malversado por unos políticos brillantes que tenían razón en sus propuestas sociales mas no en sus formas gerenciales, y que por gracia divina salió eyectado de la conversación contando un chiste elegante de esos que son deleite en este país– era caminar por un campo minado para no lamentarnos por obviedades, no impostar una agencia política que no tenemos, no interesarnos de más por cosas imposibles de entender por la distancia, no encontrarle soluciones consoladoras en retrospectiva a nuestra catástrofe, en fin, no cagarla.
De cualquier manera, supe que Caleca estaba siendo honesto cuando los ojos azules se le pusieron color catarata y, con la voz temblorosa y apuesto lo que sea a que con el Old Parr agrio, dijo: “la cagamos”.
–La cagamos con ustedes.
Cada vez que tenemos que hacer conciencia del despilfarro del bono demográfico más grande que tuvo Venezuela en toda su historia, que básicamente incluye tanto el capital espiritual de siete millones de profesionales expatriados invertido en economías ajenas como el flujo de cientos de millones de dólares que pudieron convertirse en PIB y no en remesas, la culebra traicionera del duelo empieza a morder las entrañas como en el día uno. Cualquier venezolano emigrado plus 30 que haya tomado como suya alguna arista de la gran promesa fallida de la Generación de Oro, estará listo para responder a aquel mea culpa con todo tipo de antipatías y demostraciones de dolor ante una verdad irrefutable: fuimos formados con excelencia por el mismo país que nos abortó sin piedad.
Pero esta vez tenía que detenerme.
El gesto espontáneo de Caleca me estaba dando a entender que probablemente había ocurrido una alineación particular el espectro político venezolano, a través no solo de la aceptación de una pérdida irreparable tras años de errores y estrategias políticas mal canalizadas, sino de la reconciliación con la idea de abrir un capítulo completamente nuevo en la historia del país, uno con características afortunadamente inexplicables para los que ya no estamos. Esa fue la confirmación del mensaje viscoso que aquel chocolate Carré vino a darme en los pasillos atestados de plátanos verdes y tubérculos caribeños del mercado Medellín: era hora de moverse. Lo que cambió, cambió.
El otro día escuché el nuevo disco de Rawayana, ¿Quién trae las cornetas?: un archivo de ritmos sensuales y letras nostálgicas que bien podrían componer un himno sonoro alternativo del exilio de mi generación. Desde que salió Cuando los acéfalos predominan (con las pistas Welcome To El Sur y Váyanse todos a mamá a la cabeza) presentí que algo quería mutar en el cuerpo colectivo petrificado de dolor por la Gran Separación; pero cuando apareció este nuevo álbum y pocas semanas después Caracas en el 2000 –que, aunque no es de Rawayana, está en la misma onda afectiva y musical–, sabía que algo se había transformado por completo en nuestra autoconcepción nacional. Entendí que la diáspora ya no era el espacio exclusivo de frustración que había sido los últimos siete años y que había una especie de core melancólico dispuesto a abrirse a un placer difícil de imaginar unos años atrás. La culpa rompehuesos que trajo la película Simón era redimida de pronto por una fórmula simple, pero muy potente, del deseo paradójico de todo emigrado: “Lo que yo daría por”.
Primero muerto que concederle al chavismo algo mínimamente bueno, incluso conveniente, más allá de su necesariedad histórica y su turbulenta lección en el gran marco de la historia nacional, pero era evidente que había ocurrido un nuevo pacto en el plano de la estética que podía estar induciendo cambios muy potentes en el plano de la política. La integración del Raptor House, el afropop, el dembow sofisticado y el tambor de Ocumare en un mismo archivo sonoro “muy venezolano”, proyectado sobre una intención renovada de retomar el contacto con las periferias urbanas, con todo aquello que fue por décadas marginado a la fealdad y el peligro, estaba dando cuenta, por un lado, de la integración natural (o más bien de un regreso) de la cultura venezolana al ecosistema del Caribe –una toma de conciencia solo posible gracias al éxodo masivo y la hiperconexión– y, por otro, de un acuerdo mutuo de reconocimiento étnico entre millones de venezolanos separados por el discurso premoderno de la polarización racial, obra del primer chavismo en alineación ideológica improbable con el progresismo exotista europeo de principios de los 2000.
Este acuerdo tácito en el plano de la estética en plena descomposición del chavismo en una mafia criminal hiperfragmentada me parece la confirmación técnica del subtexto de Venezuela’s Collapse: quizás se acerca el momento de dejar atrás la guerra racial caudillesca para iniciar una nueva etapa de convivencia y reconstrucción. Una en la que la diversidad étnica y racial, con todo lo que ambas palabras significan en las dinámicas políticas, económicas y sociales de un país, pueda ser comprendida no como el producto de una gran orgía colonial ni como una terapia de exfoliación de un aceite mineral milagroso, sino como una realidad determinante que nos da la estructura cultural de la que tanto nos enorgullecemos.
Creo que es mucho lo que hemos aprendido de nosotros mismos después de estos años tan oscuros. Quizá estamos mucho más cerca de la reconciliación nacional de lo que imaginamos. No lo sé. Lo que sí sé es que ya no nos odiamos tanto como en la época de La Hojilla, ya maduramos la idea de que exiliados y nacionales seguirán existiendo independientemente de los resultados electorales futuros, ya sentimos –gracias a la evolución acelerada de los píxeles– que las grabaciones televisivas de Hugo Chávez parecen de hace dos siglos, y la playa se ha convertido en una especie de realidad aumentada que integra la imaginación anhelante de los expatriados, el entusiasmo genuino de los influencers extranjeros y el relanzamiento turístico del país dolarizado. Todavía me cuesta digerir la idea de recorrer las costas con los rusos y pasear sobre la tumba perdida de mi padre, pero eso es cosa mía.
No he regresado a Venezuela desde que salí en aquel avión tras 24 horas de espera en el aeropuerto de Valencia por amenaza de bomba, así que todo lo que siento y digo viene del lugar sospechoso de la memoria –y de la intuición, imposible de demostrar con argumentos. Después de tanto pelear con el significante patria y de comprobar en él toda clase de cosas horrendas, después de navegar por los rencores más diversos y manejar una serie de alternativas heroicas francamente ridículas, llegué a la conclusión de que expulsar el fantasma de lo que pudo ser era una tarea urgente. Si no quería que el cacao estrella de mis chocolates nacionales empezara a tomar el sabor de la grasa corriente de los Hershey’s, tenía que convertir el bucle de desdicha y lamento en otra clase de preguntas. Por el bien de mi trabajo y de mi familia, pero sobre todo de mi capacidad saturada de digestión de duelos.
Este domingo se celebran unas elecciones inéditas en mi país, después de 12 años sin votar con verdadera esperanza. No sé si Edmundo González y María Corina Machado tengan hoy los recursos económicos, militares y espirituales necesarios para derrocar al régimen maligno más grande que ha tenido Venezuela en toda su historia, pero así como creí en el sabor derrotista del Carré de 2018, tengo que confiar en el gusto peculiar que me está dando ese cuadrito de chocolate ahora.
El epílogo de Venezuela’s Collapse propone entre líneas que este período histórico se parece mucho al que encontró Páez en 1834: un territorio despedazado, un aparato productivo destruido por la guerra, grupos armados en todas las esquinas del país, caudillos con ejércitos propios y ansias enfermizas de hacerse de un Estado inexistente. Páez, el viejo lancero de la Independencia, obligado éticamente por las circunstancias, se lanzó a esta nueva guerra por el poder con el arma de la negociación, incluso de la clemencia. Y logró reunificar el país. Y logró reorganizar una tierra arrasada por la muerte, la enfermedad y la pobreza.
Saul Bellow dijo una vez que no todas las preguntas relacionadas con la verdad tenían que ser inhóspitas y hostiles a nosotros. Somos tan propensos a engañarnos a nosotros mismos, señalaba el autor de Herzog, que olvidamos la posibilidad de que haya verdades que nos sean benevolentes en el universo.
Algunos de mis primeros amigos del exilio han vuelto a emigrar con mejores perspectivas de éxito, otros han iniciado nuevas familias, con otros he roto para siempre y para bien. Quizá mi tiempo en México también está terminando y es hora de decidir cuál es el próximo paso. No lo sé. La única certeza que tengo es que el Momento Savoy pertenece al reino de los sabores fluidos (no sagrados) y que todo –los muertos, los ideales, incluso las versiones más insoportables del país pasado– puede acomodarse en un nuevo lugar dentro de las entrañas.
Pensándolo bien, la frase de Bellow debería estar en el envoltorio de los chocolates:
“Puede haber verdades favorables a la vida”.
Recuperando la historia y el presente a cada mordisco, hermano. Gran artículo sobre lo que se avecina
Feliz de compartir esa tableta contigo, mi hermano mexicano. Abrazos.