Una ciudad que no existe en los mapas (y una invitación a tomar café)
En esta entrega de Inteligencia Natural hablaremos de una ciudad de expatriados, de algunos misterios de los mortales y de una propuesta para apoyar el viejo arte de contar historias.
A finales del año pasado, la revista Letras Libres publicó una crónica que escribí sobre Ciudad Carpita, el campamento de migrantes venezolanos en el centro de la Ciudad de México. Fue Gisela Kozak, editora de la sección Conversaciones Globales, quien me propuso escribirla, y tras varias semanas de trabajo, con largas visitas al campamento, conversaciones a veces incómodas con los migrantes, investigación, escritura y edición minuciosa, salió este texto que me ha llevado a plantearme preguntas muy serias sobre mi oficio.
El resultado pueden leerlo aquí:
Ciudad Carpita no existe en los mapas. Es una ciudad irreal, de polietileno y madera apolillada, donde medio millar de migrantes aguardan el desenlace de su travesía. Una aldea efímera instalada en el corazón de una capital severa y desbordante en contradicciones: a pocas cuadras de un corredor de sexoservicio descarnado, en el epicentro de un huracán espiritual que parece contenerlo todo y a menos de un kilómetro del despacho de la Presidencia de la República.
En este texto me esforcé por contar algo más allá de lo evidente: la espera infinita, las vidas suspendidas en el limbo de la política migratoria binacional, el desgaste visible en cuerpos cubiertos de sudor seco y residuos de recuerdos traumáticos. Algo, incluso, que intentara cuestionar ese tono superficial de ONG que a veces parece denuncia cívica y otras pura retórica sentimental para sacudir la conciencia social de las élites de buen corazón.
No sé si lo logré, pero al menos puse toda mi atención en leer y narrar ese espacio saturado de ilusiones locas, ausencias irremediables, dolores, economías espontáneas y fuerzas incomprensibles como un signo de nuestro tiempo. Una ciudad silenciosa, donde abunda la penuria y la vitalidad en partes iguales, donde se cruzan el deseo, la desesperación y la promesa radical de futuros mejores.
Pasaron varias cosas mientras escribía esta crónica. Cosas que, viéndolas en retrospectiva, apuntalaron el sentido del texto y su particular método de ejecución.
En esos días en que estaba trabajando el primer borrador, una vecina de mi edad, que todos los años tocaba a mi puerta vestida de Drácula para regalarle dulces a Anastasia en el Día de Muertos, murió inesperada y pacíficamente en su departamento por una afección pulmonar. Una o dos semanas después, tras días de una fuerte infección bronquial, mi mamá perdió súbitamente el conocimiento y cayó al piso en plena misa de 12, después de lo que parece ser una crisis de disautonomía, provocada por el fuerte cuadro infeccioso que la atacó al comenzar el invierno.
Yo acababa de regresar de Ciudad Carpita cuando pasó lo de mi mamá. Ese día había hablado horas con una joven migrante venezolana que acababa de cumplir nueve meses viviendo a la intemperie con sus cuatro hijos. Todo me lo contaba con una energía impresionante, casi histriónica, con un bebé pegado a la teta y una mano sosteniendo una carriola llena de cachivaches.
Tanto ella como los demás migrantes con los que conviví en el campamento llevaban meses soportando todo tipo de inclemencias del clima, pésima alimentación y un estrés terrible ante las innumerables posibilidades de muerte. Sin embargo, eran dueños de una vitalidad y una determinación tan extremas que me transmitieron una verdad tan dura como espléndida: en el fondo comprendemos muy poco de los misterios de la vida.
Y no me refiero a la vida como ese camino poético que todos recorremos y que identificamos a veces con Dios, otras veces con la fortuna y otras con una especie de ruleta caprichosa que da y quita al antojo de algo que no llegamos a entender. Me refiero a la vida desde sus posibilidades biológicas más primitivas, de eso que, por un lado, nos hace criaturas frágiles de la tierra y, por otro, seres aferrados con distintos grados de voluntad a ese anhelo de permanecer un día más en este planeta.
Don De Lillo dijo una vez: “Un acto de escritura realizado con la máxima concentración desemboca probablemente en algún tipo de reflexión sobre la muerte”, y yo creo que es verdad. Creo, además, que ese fue el mecanismo que condujo el trabajo con esta crónica.
Ahora que veo a la mamá de mi vecina paseando su yorkshire terrier con la misma sonrisa amable de todos los días, aunque cubierta de un barniz pálido de espanto que refleja esa parte del espíritu que le arrebataron; ahora que veo a la mía pintándose el pelo para empezar el año bonita y disimular la inmensa herida en la ceja que le dejó la caída; ahora que imagino a la migrante venezolana montada en La Bestia con sus cuatro hijos esperando llegar a la frontera con Estados Unidos antes de que Trump tome posesión, entiendo cada día que pasa como una victoria fortuita sobre la muerte. Una verdadera “dádiva del destino”, como dirían los antiguos.
Como no es difícil de imaginar, lo que publiqué en Letras Libres en diciembre es apenas el 10% de la verdadera historia. Me quedé con un montón de imágenes, voces y momentos que no caben en una versión breve, y lo cierto es que todavía estoy intentando procesar todo lo que vi, lo que escuché y lo que entendí ahí.
Por eso, decidí escribir una versión larga, larguísima, de esta crónica; un texto que cuente lo que no dije y lo mucho que sucedió detrás del borrador que yo creí terminado. Es un esfuerzo que, lo sé, me va a costar muchas noches sin dormir, probablemente varias frustraciones y un combate cuerpo a cuerpo con un material complejo que va a exigir de mí no solo más esfuerzo, sino el uso de importantes reservas morales e intelectuales.
Pero ustedes, mis lectores, me van a ayudar a hacerlo.
¿Cómo va a funcionar esto?
Acabo de abrir una vía de donaciones a través de Invítame un café, una plataforma muy transparente y simpática que ayuda a los creadores a conectar con su gente y recibir apoyo económico para desarrollar determinados proyectos.
Los suscriptores de Inteligencia Natural que me inviten un café (o más de uno) para apoyarme en la escritura de esta crónica, recibirán en exclusiva el texto completo en un PDF editado especialmente para esta ocasión.
Además, quienes lo hagan antes del 31 de enero entrarán a un Zoom en vivo conmigo, donde conversaremos sobre el “tras cámaras” del texto, el proceso de escritura y de investigación, compartiremos perspectivas críticas y muy humanas sobre el exilio y la migración, y responderé cualquier otra pregunta que traigan a la reunión.
El Zoom también será un evento cerrado y dedicado solo a ustedes, los primeros que traigan el café a la mesa. No puedo prometer una fecha exacta de entrega de la crónica —el proceso de escritura es caprichoso—, pero voy a procurar que la espuma del café aguante hasta el primer semestre de 2025.
Más que un gesto simbólico, estos cafés permitirán que la historia de Ciudad Carpita nazca y pueda ser contada con toda la profundidad y la sinceridad necesarias. Es un apoyo que me ayudará a mantener el dedo en el renglón, a seguir explorando, escribiendo y contando historias como esta, que arrojen alguna luz sobre nuestras vidas cotidianas.
No diré que necesito un mínimo para que el esfuerzo valga la pena (porque, seamos sinceros, voy a escribir este texto de todas maneras), pero me encantaría que buena parte de mis lectores habituales se uniera, no solo como una muestra de cariño al trabajo que he venido haciendo con Inteligencia Natural desde 2023, sino como un espaldarazo para seguir avanzando y creciendo en el oficio.
Aquí les dejo el enlace para las donaciones:
https://buymeacoffee.com/zakariaszafra
El aporte mínimo es de 5 dólares, pero pueden agregar en una misma donación cuantos cafés consideren.
Gracias siempre por leer y por ser parte de Inteligencia Natural. Lo que vi en Ciudad Carpita merece ser contado con toda la sinceridad posible, con humor, con exigencia intelectual, con ojos humanos (y, por qué no, migrantes) y con alegría.
Por ahora, quiero desearles un Próspero Año Nuevo 2025. Lo hago así, con ética de almanaque, porque en unos días volveré para contarles cómo será este año que promete.
Nos leemos pronto.
Abrazos naturales,
Z.
PD: Quiero agradecer muy especialmente a Jesús Heredia y María Alejandra González, Dasha y Dafna Brandt, Rodolfo Anzola y Ana López, todos amigos naturales y lectores de este boletín, por haber aportado bolsas y maletas llenas de ropa para los migrantes de Ciudad Carpita. Sin ellos, esta crónica habría sido un acercamiento casi cínico para extraer historias y no una visita a una realidad que nos interpela de formas muy profundas.
Gracias a ustedes y gracias, también, a los que quieran sumarse ahora.
Aquí va una vez más el enlace para las donaciones:
Leo esto el 2 de marzo 2025. Ya conocemos el impacto de la toma de posesión de Trump y me quedo con el corazón apretado pensando en qué será de las vidas de la gente de Ciudad carpita. ¿Qué podemos hacer? ¿Cómo podemos ayudarles? qué pasó con la esperanza por esos lados. Voy a brindar ese café porque quiero leer más y saber si una red solidaria es posible.
Extraordinario como siempre, es una historia que me llega muy fuerte, en parte por los temas de la migración, los afectos en todas partes, y en parte por lo que mencionas de la muerte. Hace poco hice el ejercicio de hacer un premortem y calcular cuántos días mas o menos me quedan en esta tierra, y te pone en perspectiva de una forma brutal.
Por otro lado, que bueno que abriste la posibilidad de apoyar la creación de contenido independiente que haces, no solo por la calidad, sino además porque este tipo de historias no las vamos a ver en los medios corporativos, que cada día están menos dedicados a contribuír con la sociedad, y mas ligados al revenue, que no es algo malo pero no es lo único que existe en la faz de la tierra.