Chispas para un país en llamas: diálogos telepáticos sobre Venezuela
En esta entrega de Inteligencia Natural hablaremos de política espiritual, afinidades caribeñas, países interiores y las tenues relaciones entre música y poder, todo desde el caso Venezuela.
En una entrevista de 1968, Isaac Bashevis Singer contaba cómo las chispas que salen del roce de los cuerpos con la ropa de lana pasaron de ser un misterio inexplicable, casi una alucinación para nuestros ancestros, a ser un fenómeno de la energía plenamente explicado por la ciencia e integrado al conocimiento como una verdad irrefutable. Como aquellos seres asombrados por lo que siglos después se llamaría “efecto triboeléctrico”, cada generación se enfrenta a sus propios fantasmas: esos eventos misteriosos cuyas explicaciones tardarán mucho en extraerse de los laboratorios o jamás podrán ser integradas a la comprobación científica, sin que su poder y su influencia sobre la vida queden remotamente anuladas por eso.
La función social de los autores, según Singer, está precisamente en hablar no de la lana ni de los cuerpos, sino de la chispa. Abordar esas fuerzas enigmáticas que rodean la existencia humana con métodos más parecidos a la clarividencia, la telepatía o la intuición. Capturar la energía que da lugar a esas rarezas y, con ello, construir una forma que asuma lo irracional, lo improbable, incluso lo sobrenatural como una posibilidad legítima de la experiencia.
Pasaron cosas estas dos semanas. Vi rodar cabezas de Hugo Chávez sobre las calles de Venezuela, las fuerzas democráticas ganaron unas elecciones presidenciales contra todo pronóstico, Nicolás Maduro ofreció construir campos de trabajo forzado para los más de 2000 detenidos que ha reunido en sus operaciones terroríficas, las Fuerzas Armadas han decidido comportarse como un cuerpo de vigilancia privada del régimen y todo el mundo está a la expectativa de la resolución de un conflicto que podría engrosar el que ya es el éxodo poblacional más grande de Occidente.
Soy venezolano y, como quizás ha quedado claro en la historia de este boletín, es una condición que no puedo –ni quiero– saltarme, de ahí que hablar de inteligencias artificiales y energías eróticas paralizadas mientras mi país arde en llamas puede ponerme al borde de una postura cínica muy incómoda. Desde luego que hilar fino es una de las tareas obligadas de este boletín y, a espaldas de todo imperativo de objetividad, podría construir asociaciones entre la función del autómata detrás de los cuerpos obesos y corrompidos de los jerarcas chavistas o hablar del “golpe de Estado ciber-fascista criminal” como una reformulación tecno-psicótica del fraude electoral más escandaloso en la historia reciente de América Latina.
Sin embargo, tomé una vía moralmente más compatible –y de pronto más eficiente– para abordar la compleja situación actual de mi país. Para esta entrega de Inteligencia Natural decidí invitar a un grupo de amigos artistas, pensadores, creadores y académicos venezolanos, autores en la acepción más amplia del término, a hacer un ejercicio de inteligencia colectiva, una especie de think tank telepático con la urgencia de mirar a Venezuela desde otras perspectivas. Estoy convencido de que hay muchas ideas que no están disponibles en el habla pública y que, a través de ellas, se pueden canalizar preguntas, frustraciones y motivaciones colectivas hacia nuevas esferas de conversación y acción.
Desde hace al menos diez años ha quedado claro que la situación venezolana se mueve en una zona liminal donde la política deja de tener sentido como la única explicación de los acontecimientos. La ola de terror y persecución que la corporación criminal de Nicolás Maduro ha lanzado sobre la población venezolana estos días (con su respectivo asomo de terrorismo tecnológico a través de aplicaciones móviles y líneas telefónicas dispuestas para la delación) no es la respuesta nerviosa de un gobierno acorralado, sino la actuación de una maquinaria represiva alineada con una profunda corrupción moral.
Se ha llevado a toda una nación a la pobreza, el hambre, la separación familiar y la enfermedad, pero el espíritu democrático sigue intacto en el plano colectivo y la gran mayoría de los venezolanos se ha movilizado masiva y cívicamente para defender su derecho a una vida mejor. Esto me habla de un plano de la experiencia al cual es necesario poner el ojo y, para eso, llamé a la mesa a Francisco Guacarán, sociólogo, terapeuta integrativo, una especie de neochamán urbano que, con mazos de Tarot, cartas astrales y años de militancia en el Partido Comunista de Venezuela, ha desarrollado una sensibilidad particular sobre la política y la espiritualidad.
A estas alturas no puedo hacerme la vista gorda antes las “fuerzas enigmáticas”(para seguir con Isaac Bashevis Singer) que nos rodean en todo momento. Apenas unas horas después de publicar El Momento Savoy tuve que ir a hacer unas compras inesperadas en el mercado Medellín. Para afianzar las extrañas coincidencias que ocurrieron en esos días preelectorales, un cubano de dos metros de alto y dientes de oro de esos que alumbran avenidas se me acercó en un puesto de chicharrón para manifestar su pesar, en nombre de todo el pueblo cubano, por las desgracias de Venezuela.
Mucho se ha dicho sobre la influencia política e ideológica de Cuba en el proyecto socialista de Hugo Chávez y luego en la degradación autoritaria de Nicolás Maduro. De hecho, muchos han advertido que la injerencia cubana se ha intensificado después de la muerte de Chávez. De Cuba, dicen, ha venido todo lo malo para Venezuela: el castrismo, el G2, la brujería y pare de contar. Pero la historia no termina ahí.
Sabemos que hay algo más que afinidades ideológicas entre Cuba y Venezuela. Hay una constelación de lo caribeño a la cual Venezuela, por alguna razón, se ha resistido a incorporarse, que crea proximidades, lazos profundos, místicos quizás, que van más allá de un proyecto político particular. ¿Hay algo de esto que podría explicar la realidad venezolana? Para responder a esta pregunta invité a Kelly Martínez-Grandal, escritora cubano-venezolana residenciada en Miami, de un carisma extraordinario y una sensibilidad muy adecuada para navegar dentro de ese espacio complejo del Caribe y entender las formas en que reaccionamos a la opresión y a la libertad. Por algo Bolívar buscó inspiración política no en París ni en Filadelfia, sino en Jamaica y Haití con los pedazos de la Segunda República en las manos.
Si hablamos de desplazamientos, es imposible pensar el país hoy sin el exilio, sin la dispersión territorial de la venezolanidad en centenares de ciudades del mundo, sin la participación afectiva de los 7 millones de emigrados en los acuerdos tácitos de la nación. Invitar a John Guarenas, compositor venezolano residenciado en Argentina, una rara avis en el paisaje acústico actual cuyas pistas han logrado capturar esa premisa de Jacques Attali según la cual el mundo no se lee, se escucha; traer a la mesa a Rafael Guillén, experimentado fotógrafo que ha trabajado lo mismo con Cruz Diez que con Luis Brito, con una enorme capacidad de leer el ánima de los lugares con su lente en blanco y negro, es “desafiar el Logos” sobre el cual nos paramos para hablar de Venezuela.
Leerlos, verlos, escucharlos, pone en peligro todo el aparato argumental de esta entrega, no sin provocarme un placer telúrico: quizás no hay nada que entender. Quizá, desde este abismo de la diáspora, lo que corresponde es hablar desde un tono esquivo entre el homenaje y la duda.
Sea como sea, el propósito de esta entrega especial de Inteligencia Natural es aportar otras visiones, otras ideas que no están disponibles en el habla pública, que pueden no ser comprobables desde la argumentación clásica o desde la objetividad periodística, pero que no por eso dejan de ser perspectivas válidas para disparar nuevos debates.
Como sé lo difícil que es navegar entre las conjeturas inteligentes de chavistas arrepentidos, las opiniones del Departamento de Estado, los tuits de Richard Branson y la ola de indignación colectiva en las redes sociales, espero que esta sala situacional clarividente pueda aportar algo no solo a nuestros conciudadanos venezolanos, sino a los lectores de otras latitudes del español que puedan estarse preguntando por Venezuela más allá de los comunicados de la OEA y la euforia libertaria de Elon Musk.
Así que hablaremos de diablos y diablillos, como decía Bashevis Singer, y con el auxilio de la Patrona de El Clavo, el 5 de Bastos y Carl Gustav Jung, haremos esta junta bajo la idea del servicio público más honesto que podemos dar en estos tiempos para capturar la chispa y aportar algo a la toma de consciencia tan importante que está ocurriendo en la Venezuela contemporánea.
Espero que disfruten esta entrega y se paseen, como yo, por los destellos de las inteligencias naturales más brillantes que tengo cerca.
ZZ
Lo espiritual es político
Francisco Guacarán
Agradezco con el corazón pleno de entusiasmo esta invitación a un diálogo acuariano-escorpiano entre lo espiritual y lo político, donde aparecen tránsitos en los que las rarezas se entretejen y, al mismo tiempo, se conforman espacios de refugio y de batalla. En nuestro país lo raro está en ambas dimensiones y también se presenta como tabú personal y colectivo. Estoy seguro de que todos nosotros hemos conectado con esas rarezas, unos más tangencialmente, otros zambulléndose sin remordimiento. En la política hay tanta metafísica, esoterismo y ocultismo como en la ceniza de un tabaco marialioncero, y eso no es nada nuevo.
En Venezuela lo religioso-espiritual es un escenario de pugna política: desde los cuentos de los rituales en Miraflores en época de Chávez, hasta el peso de los rosarios católicos que posan en el cuello de la señora Machado. Se renuevan mitos y milagros de antaño, se muestran símbolos y signos que comunican el momento de una batalla política, con ellos se condena al adversario por oscuro y tenebroso, y se forja una autorreferencia de pureza y salvación. No sólo le da sentido a la consigna de “es una batalla del bien contra el mal” –el clásico “o ellos o nosotros” pero en clave religiosa– sino que alimenta cierto morbo criollo por lo oculto, ese tabú social que se remueve en nuestra Sombra colectiva, en tanto nación que llegó bien tarde a la industrialización y lo moderno.
También lo religioso-espiritual se presenta como un espacio de salvación de la responsabilidad individual y colectiva. Es decir, aparecen ideas como: el Otro se mantiene en el poder porque tiene un pacto con el diablo; no ha caído porque tiene un horrocrux oculto en una estatua; la magia y la brujería es lo que sustenta al gobierno; y como tal, nos presentan una vía mucho más reducida y fácil para darle sentido al caos, porque no hay nada más complicado que tratar de entender la política criolla. Es muy cómodo aferrarse a estos pensamientos en lugar de asumir la tarea de desentrañar la complejidad de nuestra realidad y, al mismo tiempo, mirar nuestra responsabilidad individual en la construcción de un país distinto y mejor, en defensa de la democracia y la elevación moral y espiritual del cuerpo social.
A ver, ¿la magia existe? Sí. ¿Los rituales con fuerzas de baja vibración energética existen? Sí. Pero el estudio de la metafísica y el espiritualismo está muy alejado de los reduccionismos, no hay nada más complejo que tratar de comprender la interacción de las fuerzas espirituales en nuestro planeta y más allá, ¡imagínense lo difícil que es utilizarla para manipular a 25 millones de personas! Así como la baja vibración tiene presencia en el mundo, también aparece la más alta manifestación de energía: el Amor. No es casual que las enseñanzas centrales de admirables guías espirituales, en distintos tiempos, insistan tanto en esta energía como un camino que conduce a la verdad, la sanación y la elevación del espíritu.
En estos caminos nos encontramos con personas que manipulan la energía para ponerla al servicio de viles intereses personales, incluso a costa del beneficio de los demás; y también aparecen las personas que entregan amor incondicional a esta tierra y a sus habitantes. ¿Acaso no hay personas que diariamente hacen actos de amor y servicio para que nuestro país evolucione? No se trata de maestros elevados, sino de personas del común que sirven con amor, que ayudan a los demás, que no se dejan arrastrar por el odio y el resentimiento, que hacen el esfuerzo cotidiano en forjar la coherencia entre lo que piensan, sienten, dicen y hacen: todo ello es un acto de Amor. Al final las energías se potencian, se mueven, transforman y anulan en la dimensión espiritual, y cada una cumple un sentido en nuestra vida, independientemente de la incomodidad o dicha que nos genere. Cada uno de nosotros vino a este planeta para aprender y evolucionar de acuerdo al nivel de atención que le prestemos a lo que hagamos.
El gran maestro Jung nos dejó una tarea, tanto individual como colectiva, y es la de mirar nuestra Sombra, encarar todo cuanto haya caído en ese saco, iluminarlo y transformarlo en una energía útil para nuestra evolución. Y en la Sombra venezolana hay bastante material para mirar: ahí habita la fuerza que hace que le pongamos el traje de mesías a líderes políticos pintorescos, hombres o mujeres, locales o nacionales y hasta internacionales –¡cuántos venezolanos no sueñan con que Trump venga a rescatarnos!–. En esa Sombra se mueven los tabúes espirituales criollos que se muestran en esa abuelita católica que va a misa todos los domingos, que tiene un altar con vírgenes y rosarios, y, de forma clandestina, le reza a su estampita de María Lionza y le enciende velas a la Corte Médica. En aquel que sale de la consulta médica con las radiografías y la receta del especialista, y se va derechito al yerbatero a que le fume un tabaco y le haga un despojo; o aquel que sabe que su hijo le mete mano al erario público, pero participa en una marcha contra la corrupción.
Nuestra espiritualidad se hace cuerpo en cada uno de nuestros actos, emociones y pensamientos, por más raros que nos parezcan. En todo ello habita lo espiritual, en el sentido más elevado del término, y también de ahí surge nuestra praxis política cotidiana. Hacer la tarea de mirar nuestra Sombra nos conducirá a un lugar distinto en nuestra historia, aprenderemos a abrazar nuestras rarezas y sabremos cómo usar nuestras virtudes para el bienestar colectivo, el amor y el servicio incondicional, energías muy útiles para una forma espiritual de hacer política.
Música, ego y poder
John Guarenas
Una mañana del año 2010, durante una clase de música popular argentina en el Instituto de Música Contemporánea de Buenos Aires, descubrí que “La masa” de Silvio Rodríguez no era una gaita zuliana, era una chacarera. Ese pequeño instante en que por fin había conseguido la respuesta a mis sospechas de que había muchas similitudes entre tantos ritmos Latinoamericanos, fue un victorioso trago amargo. ¿Cómo es posible que no haya sabido esto antes? ¿Cuántas cosas más en la música están nombradas y para mí seguían siendo un enigma? “Polirritmia”: un nuevo misterio desbloqueado.
Recordé mi primer domingo en la provincia de Buenos Aires en casa de unos amigables desconocidos, quienes después de probar un delicioso guiso de lentejas sacaron una guitarra criolla y la fueron pasando de mano en mano. Como era de esperarse, no me pidieron “una que nos sepamos todos”, me pidieron que tocara una canción de mi país natal. Lo único “venezolano” que había resonado hasta ese momento por las paredes de ese monoambiente habían sido el disco Pajarillo Verde de Cecilia Todd y algunas alocuciones del “amigo Chávez”. Para mi suerte, entre mi arsenal de covers de Soda Estéreo y Caramelos de Cianuro, tenía un único as sobre la manga: un golpe caroreño titulado “Dime lucero”. Dos minutos y medio después, me pude zafar de la incómoda responsabilidad de ser, por un breve instante, embajador de mi país en el extranjero. “Qué linda chacarera, che”, dijo uno de los presentes.
En La República, Platón hablaba del problema de la libertad creativa en los músicos. Él pensaba que necesitábamos ser controlados, aún más en un gobierno en decadencia. Y mira que tenía razón: “dame un intervalo y moveré tus entrañas” (parafraseando a Arquímedes). Sólo basta una sucesión de notas bien tocadas para manipular a gusto las emociones de los asistentes en un anfiteatro, motivar a un ejército antes y durante la batalla o impresionar a unos comunistas nostálgicos en un monoambiente con aroma a guiso de lentejas.
Hago un resaltado en notas bien tocadas. El cómo, el fondo y no la forma, el pegao en la olla, ese “olorcito a bosta” que dicen los folkloristas acá en Argentina, es lo que realmente importa. Durante años sabía que había desarrollado un timbre y una potencia en la voz que me diferenciaba de otros músicos contemporáneos. Era el resultado de años de constante autocrítica y una deliberada curaduría de elementos y artificios que iba tomando prestados de diversos cantantes. Lamentablemente, como la mayoría de los músicos, pensaba que ese talento me hacía de alguna manera especial. Debo reconocer que me sentía un elegido. Pero para mi mala fortuna, una tarde lluviosa de marzo de 2015 tuve el placer de ser telonero de Fito Páez en un show íntimo en la cancha de usos múltiples de una escuela Waldorf en San Isidro. Ese día fue un momento bisagra en mi carrera, Fito iba a escuchar mi música, luego en el camerino yo iba poder entregarle una copia de mi disco Volver y él iba a saber de mí, y quizás, quién sabe, me invitase a grabar un tema con él. Pero nada de eso sucedió. El rosarino llegó en una limousine justo antes de empezar a tocar y apenas terminó su repertorio huyó corriendo entre la lluvia.
Es cierto, esa tarde fue un momento bisagra pero no con el desenlace que yo imaginaba. Durante la presentación de Fito, por primera vez en mi vida estuve ante la presencia de un monstruo. Y quiero ser bien claro con lo que esto significa: no eran sus canciones, era la manera como las interpretaba, era el speech que daba entre canción y canción, era la franela de rayas negras y fucsia con el flux negro, era él solo con su piano, era un caudal de energía que jamás había sentido con ningún otro músico. Por primera vez estaba ante alguien que era notoriamente mejor que yo y eso mi ego no lo pudo soportar.
Días después, sin ninguna explicación, le dije a mi banda “hasta hoy tocamos juntos”, vendí todos mis instrumentos y a partir de ahí transité una fuerte depresión que empezó a sanar un año más tarde con el lanzamiento de Tragedias, un EP de tres canciones con escritores invitados que admiraba (uno de ellos era Zakarías Zafra). La idea era representar de manera subjetiva, con sonidos y palabras, una Venezuela cyber-punk-apocalíptica sin esperanzas. Para poder realizar este trabajo discográfico decidí poner límites a cualquier elemento que recordara todo lo que había compuesto anteriormente: estribillos que empezaran con tercera menor ascendente haciendo referencia a Sabana: ¡Prohibido! Frases cursis y nostálgicas: ¡Prohibido! Modo mayor e incluso el lidio: ¡Prohibido! And so on and so on. Platón estaría orgulloso de nosotros.
Un año más tarde recibí una invitación para tocar en un evento sobre la venezolanidad en un conocido centro cultural de Buenos Aires. Querían que tocara con mi banda en el escenario principal. Les respondí que prefería presentarme como solista en la sala oscura de tres metros de ancho por seis de largo donde iban a proyectar audiovisuales. Sentía que necesitaba mostrarme desnudo, sin tarima, sin guitarra, sin sonido, a todo gañote, sin nadie que me conociera en la oscuridad de ese recinto. Esa sensación de terror de cruzar el borde y no tener el control de absolutamente nada fue más que liberador: pude por fin reconciliarme con la música y comprender la verdadera labor que cumple en nuestra sociedad cuando es utilizada para hacer el bien. Esa noche todos los compatriotas que estuvieron ahí conmigo escuchando estas tres canciones a capella estuvieron “en fase” con mi relato. Y yo con ellos.
Venezuela es un país-canción donde cada individuo es movimiento, vibración, energía. Ya sea a nivel científico (somos materia hecha de átomos y partículas en constante movimiento), a nivel metafísico (ley de atracción) o a nivel filosófico (no hay nada permanente excepto el cambio), nuestras acciones como sociedad (una sucesión de intervalos) pueden trasladarse a una partitura y, en los momentos más importantes de nuestra historia, como las elecciones del pasado domingo 28 de julio, con la conducción de un monstruo-director, pueden ser interpretadas al unísono, como acordes o, por qué no, como una superestructura.
Podríamos, a modo de ejercicio, seguir haciendo una analogía forzada entre el proceso de hacer una canción y la Venezuela de este régimen dictatorial, ya que ambas comparten la figura central de poder, la imposición de normas, los resultados controlados y la más importante: su naturaleza finita.
No hay mal que dure 100 años.
La luz sobre la cuenca
Kelly Martínez-Grandal
Geográficamente, regionalmente, Venezuela no es solo Caribe, pero indudablemente está inscrita en la historia de la cuenca; en una colonia donde se repiten palabras como “capataz”, “cepo”, “mayoral” y donde se repite una herencia africana. Está inscrita en su cultura, en su sentido del humor, en su manera desfachatada de asumir la vida. En una gesta independentista conectada por el mar, por lo que hicimos unos por otros. Solo por hablar del caso que concierne, mencionaré que la bandera y el escudo de Cuba fueron confeccionados, en 1849, a partir de una idea de Narciso López, venezolano. Francisco Javier Yanes y Socarrás, cubano que desde muy joven estuvo involucrado en la política de Venezuela, es uno de los firmantes del Acta de Independencia.
La relación cubano-venezolana tiene también historia. En la primera mitad del siglo XX se extendió a la televisión y a la música. Luego, a una emigración que empezó a llegar a Venezuela en la década de los sesenta, con la promesa de una tierra amable y próspera. Una bonanza petrolera que Castro codició desde el principio y que Chávez le puso en bandeja. Hubiera querido estar muy equivocada cuando, en 1998, a seis años de mi llegada al país (en esa otra ola de emigrantes cubanos de principios de los noventa) traté de advertir lo que venía. Me hablaron de “trauma cubano”, de necesitar mano dura, de que Venezuela no era Cuba. Es cierto, entre ambos países hay diferencias, pero no menos cierto es que el totalitarismo de izquierda usa siempre el mismo guion, cerrado y aburrido, que no deja espacio para la sorpresa. A cubanos y venezolanos nos pisa lo mismo.
Es absurdo negar que hubo y hay injerencia cubana en Venezuela: política, militar y cultural, pero me temo que eso se usa de comodín para no asumir hechos: por ejemplo, que Chávez llegó al poder con mayoría de votos; que, junto a los cubanos infiltrados en las protestas hay también militares venezolanos (soldados que apuntan las armas contra su propio pueblo) o algo tan sencillo como que en Venezuela se practicaba “brujería” antes de que los cubanos aparecieran. El desconocimiento y el tabú en torno a las religiosidades afrovenezolanas y afrocaribeñas da cuenta de muchas cosas y también de cierta hipocresía colonial: la misma señora que va a misa perfectamente puede ir, en secreto, a consultar a un santero o a un espiritista.
No se trata de una rendición de culpas ni de un ajuste de cuentas. Era de esperarse que Chávez ganara. Muchos estaban cansados de la corrupción de gobiernos anteriores, los jóvenes (idealistas, como deben ser los jóvenes) vieron en Chávez una respuesta y otros, finalmente, vieron la posibilidad de ser visibles. La negación de nuestras carencias cívicas antes del chavismo, de nuestra historia o de la otredad que nos conforma no es ganancia. Aceptar, sin remordimientos, la responsabilidad colectiva (que no es lo mismo que culpa) tal vez nos permita ejercer otra ciudadanía, más plural y sabia, y evitar que, cuando nos lib(e)remos del horror (como espero suceda), se repitan las condiciones para que vuelva.
Escribo estas líneas a nombre de los muchos cubanos que, como tantos emigrantes, intentaron darle lo mejor a Venezuela mientras allí vivieron. Escribo con Diego Cisneros, Joaquín Riviera, Alejo Carpentier, Osmel Sousa, Kiko Mendive, María Conchita Alonso, Octavio Armand, Julio Miranda, Fausto Masó, Ariel Jiménez, María Elena Ramos, Beatriz Valdés, Julio Cano, Gustavo González Martín, Erick Machado, Félix Suazo, José Antonio Navarrete y tantos otros. También los “anónimos”, los abuelos y padres de tanta gente. Las escribo a nombre del cubano de a pie, que hoy tiene los ojos y el corazón puestos en Venezuela.
Ojalá algún día cubanos y venezolanos podamos ser, nuevamente, los amigos que siempre fuimos. Ojalá se haga la luz sobre la cuenca.
El país en mi retina
Rafael Guillén
Un país puede ser una persona, un conjunto de recuerdos, o incluso una idea. La noción de país se ha vuelto tan expansiva que puede incluir desde el entorno físico que habitamos hasta los objetos y personas que forman parte de nuestra vida diaria. Para algunos, su país es su hogar, el lugar donde se sienten seguros y cómodos. Puede ser su casa, ese espacio íntimo y familiar que conocen al detalle, o quizás su almohada, el objeto en el que descansan sus pensamientos y sueños cada noche. Estos elementos, aunque pequeños y aparentemente insignificantes, forman parte de lo que consideramos nuestro país personal.
Este es el país en mi retina: un territorio interior habitado por afectos, recuerdos, vivencias e imágenes enraizadas profundamente.
Todas las imágenes de Rafael Guillén pertenecen a la serie La Canducha, tomadas entre 2009 y 2010 en las localidades de Alemán y La Candelaria, Municipio Torres, Estado Lara. La mano con la guitarra es del maestro Alirio Díaz, en su casa natal.
Estas son las inteligencias naturales detrás de esta entrega:
Francisco Guacarán (Caracas, 1987). Es tesista de Sociología en la Universidad Central de Venezuela y articulista de opinión. Además, es terapeuta de Medicina Tradicional China y Bioenergética, orientador en Espiritualidad Consciente y Tarot Evolutivo del Ser. Vive en Caracas, Venezuela.
John Guarenas (Maturín, 1983). Músico venezolano. En 2014 lanzó "Volver", un disco ecléctico que recopila canciones compuestas a lo largo de diez años. En 2016 publicó el EP "Tragedias", una elaboración sonora de la crisis de Venezuela que incluye tres canciones y la colaboración de tres poetas venezolanos. Tras un hiato de ocho años, en 2024 regresa a la escena musical con la canción "Medusa". Vive en Argentina desde 2008.
Kelly Martínez-Grandal (La Habana, 1980). Es escritora, investigadora y curadora licenciada en Artes y Magister en Literatura Comparada por la Universidad Central de Venezuela, donde también fue profesora. En 1993, emigró a Caracas, Venezuela, país donde vivió por veinte años. Ha obtenido premios y reconocimientos como la Medalla de Plata en el Felipe Herrera Award, International Latino Books Award, a mejor libro bilingüe de poesía, y la Cintas Foundation Fellowship in Creative Writing, beca otorgada exclusivamente a creadores cubanos. Desde el 2014 reside en Miami, Florida.
Rafael Guillén (Barquisimeto, 1967). Productor audiovisual con una destacada trayectoria desde 1985. Ha presentado su trabajo en eventos y salones de arte en Venezuela, México, Panamá y Estados Unidos. Fundó el estudio Plató Fotográfico en Barquisimeto en el año 2000 y trabajó en el taller Articruz, del maestro Carlos Cruz-Diez. Ha recibido premios como el Banco de Imágenes de la Biblioteca Nacional de Venezuela y el “PhotoContest Calle Ocho”, en Estados Unidos. Reside en Miami desde 2021.
Este viaje es sencillamente fascinante, gracias Zacarías por hacernos ver o tener una mirada más global, afortunadamente aún no me toca estar en campus de trabajo sólo siento una energía poderosa como olla de presión.
Otra lectura de nuestra compleja realidad.