Seguir siendo humanos: notas para sobrevivir entre algoritmos, crisis climáticas y tiranías.
En esta entrega de Inteligencia Natural hablaremos de repensar lo humano frente a algoritmos que fragmentan la atención, ideologías que automatizan la cultura y sistemas que nos aíslan de lo vivo.
Al estudiar las enigmáticas figuras y patrones que adornan las cuevas del monte Drakensberg, el arqueólogo sudafricano David Lewis-Williams dio con una teoría audaz: aquellas siluetas de humanos, animales y teriántropos, pintadas sobre las rocas con fluidos corporales y pigmentos vegetales, eran registros de viajes chamánicos. Representaciones gráficas de un trance que revelaba a su vez un episodio dramático en la historia de la especie humana: la adquisición de conciencia. El arte rupestre, a los ojos de Lewis-Williams, no era tanto una galería de escenas bucólicas de recolección y caza, sino un primer arrebato de autobiografía espiritual. Casi como el gesto enloquecido de un preso que comienza a dejar registro de sí mismo en las paredes de una cárcel. El símil no es fortuito: la potencia simbólica de estas composiciones sugiere que algo fue súbitamente liberado en el alma humana y volcado sobre la superficie mineral del universo.
“Somos criaturas salvajes diseñadas para tener un contacto extático constante con la tierra, con el cielo, los árboles y los dioses, y nos preguntamos por qué las vidas construidas sobre la premisa de que somos meras máquinas que vivimos en invernaderos con calefacción central e iluminación electrónica no nos parecen óptimas”, escribe Charles Foster, profesor de la Universidad de Oxford y autor de Ser humano, una especie de crónica histórica de la conciencia humana desde el Paleolítico Superior hasta la Ilustración. Es suya una idea lúgubre y brillante que invitaría a repensar lo mismo las cuevas de Lascaux que el método cartesiano: si en aquel período fundacional de las cuevas conocíamos el ocio, entendíamos la transitoriedad de las cosas y aprendimos los rudimentos de la lucha por darle sentido a los datos del cosmos, fue en el Neolítico cuando comenzamos a volvernos aburridos y miserables.
Con los asentamientos llegó la política, los mercados, las deformaciones corporales y las pestes. Ocurrió la primera “estrangulación mental” de la especie, en palabras de Foster, y se inició un proceso de divorcio entre el ser humano y el mundo natural que la Ilustración vendría a coronar como ley al someter los flujos misteriosos de la existencia al decoro de la razón y, por medio de “la abolición de las almas de todo lo no humano” y el sacrificio de lo inescrutable en el altar de la ciencia, abrir las puertas a los engranajes industriales, la erosión ambiental y el futuro imperio de las máquinas. Con estas ideas se reformaron Estados, se trazaron ciudades, se reescribieron ritos y se consolidó el ideal de un sujeto poderoso cuya agencia en el mundo iría de la mano del acorralamiento de su adversario histórico: el salvaje.
La evolución humana, desde entonces, ha seguido una oculta trama melancólica. Después de la Segunda Batalla de Ypres, la liberación de Auschwitz, la bomba de Hiroshima y la Crisis de los Misiles de Cuba nos dimos cuenta de que el exterminio de otros seres humanos era una posibilidad cultural. Los datos acumulados de la ciencia, la exactitud de la planificación industrial y la predictibilidad en la reacción de ciertos elementos y materiales de la naturaleza podían emplearse para la desaparición de todas las formas de vida sobre el planeta. Y no solo eso: tales cosas podían hacerse escuchando sinfonías de Bruckner, contemplando pinturas de Vermeer, viendo el rostro piadoso de patriotas del siglo XVIII o citando un corpus filosófico elegante en nombre de la libertad de los oprimidos. Luego el mercado nos inundaría de prótesis –dispositivos, idolatrías seculares, reglamentos de mentalidad corporativa, etc.– y la tecnología nos envolvería en una vasta membrana líquida de simulación, propuesta como método de reinicio y distracción.
¿Por qué surgió entonces la trama melancólica, si todo sonaba tan bien? Por la inadecuación entre las corrientes terroríficas –y en gran parte reprimidas– de la naturaleza humana y el rigor amoral de la técnica. La certeza de que no hay ninguna razón política, económica, social, filosófica, jurídica, estética para permanecer juntos sobre este planeta, la intuición de que los dioses que instauramos en una época o se fueron despavoridos o quedaron desactualizados en la tarea de regular el uso de las herramientas que median entre nosotros, las especies y la tierra, dejó de ser ese ideal cínico de superioridad que nos dio legitimidad y placer durante siglos para convertirse en un verdadero relámpago de pánico que está tomando hoy la forma de una tendencia cultural irónica: la búsqueda desesperada por “lo ancestral”.
Es imposible seguir escribiendo esto sin recordar a una de las personas más singulares que he conocido y de quien me tuve que alejar abruptamente no porque me estaba convenciendo de que mi posible linaje espiritual venía de los cetáceos, sino porque no sabía cuánto dinero me iba a costar este nuevo contacto con el misterio. Ya había pasado por una secta psicótico-capitalista de esas que transfieren la dimensión espiritual a un negocio de pagos recurrentes, con consecuencias catastróficas para mi salud mental y mi economía familiar, de modo que el acercamiento de este chamán famélico con el cabello largo y blanco como Merlín que, tras un duelo terrible, había decidido entregarse a la exploración espiritual, me produjo más una ansiedad financiera que escepticismo.
Según él, en las zonas más densas del bosque de Chapultepec merodean duendes y salamandras, hay un eucalipto anciano en forma de V con voz rasposa en la salida hacia Quebradora 20 que funciona como portal espiritual y nadie se atrevería a cruzar un círculo de cuarzos si son puestos sobre las raíces de árboles guardianes. Nos vimos varias veces, pero mis resabios ilustrados y mi renovada prudencia financiera me mantuvieron distante. No llegué a saber cuáles eran sus métodos y tampoco le di tiempo para demostrar si era o no otra estafa, pero cuando pude reinterpetrar uno de los mensajes crípticos que me había dado su péndulo como una advertencia frente a aquellos líderes money hungry que me llevaron a la ruina, ya lo había bloqueado en WhatsApp. Era un hombre generoso, sensible y desesperadamente pobre. La última vez que lo vi estaba comprando una panela de jabón azul en Bodega Aurrerá y lucía enfermo. Casi siempre me arrepiento de no haberme acercado más.
A pesar de lo que cualquiera pudiera creer, encontrar este tipo de inclinaciones es cada vez más común. Hoy se dan talleres para aprender a sonorizar bioimpulsos vegetales con escáneres y bobinas, se escriben crónicas eruditas de los hongos psilocibios que ya usaban los zapotecos en el Preclásico, los estoicos son los nuevos bestsellers de la mentalidad frente al capitalismo cibernético, no hay barrio de clase media que no tenga cerca un centro holístico donde se enseña a canalizar ángeles en las mañanas y hacer Kundalini Yoga en las tardes, María Sabina ha resucitado como una especie de ícono artesanal del ecoactivismo contemporáneo y la visión extraocular está ganando la misma popularidad que alguna vez tuvo la medicina alternativa.
Todo esto me parece que trae consigo una aspiración legítima: desanudar esa estrangulación mental que traemos desde hace siglos, desfragmentar (para usar el verbo que nos enseñaron los discos duros) todas aquellas partículas obsesivas que nos llevaron a separar la existencia humana de los flujos inescrutables del universo y aprender algo de nosotros mismos que no esté en las esferas de la educación orientada al trabajo fabril. No habíamos experimentado un absurdo tan violento hasta que nos miramos en el espejo de la inteligencia artificial: somos los “señores del planeta” pero no sabemos qué hacer con la semilla de un tomate y le tenemos pánico a un modelo de lenguaje preentrenado capaz de suplantarnos en las líneas de producción de la gran fábrica cognitiva mundial.
De alguna manera intuimos que el futuro está en retomar algo anterior, aunque no sabemos cómo hacerlo. Esto podría explicar por qué las utopías del presente están tan cerca de los pasados remotos: la libre movilidad, la conexión con la tierra, el misterio espiritual, la comunión con otros seres vivos, la experimentación del universo como una entidad benevolente. A puesto a que nadie en la calle diría hoy que su visión personal del futuro es un teléfono más rápido, un carro volador, un implante neurológico pegado a una plataforma privada de suscripción, una pantalla más plana, la posibilidad de comprar refrescos en el supermercado pagando con la epidermis. El lenguaje explícito de la somatización nos está diciendo que es urgente esquivar la máquina deshumanizadora por la vía de algún tipo de descompresión espiritual y que tal cosa no vendrá ni de Amazon ni de la psicodelia ni de la “alta cultura”, sino de rutinas básicas que recompongan gradualmente el deseo y el asombro.
Quizás sea útil imaginar por un momento las cuevas de Altamira llenas de chatarra, comida procesada y aparatos condenados por la obsolescencia programada para obtener un retrato bastante exacto del síntoma: la separación no se siente hoy como una amputación, sino como un hartazgo. Una suerte de intoxicación frente a un relleno artificial que nos separa de lo vivo.
Algo de esto intuyó Saul Bellow en uno de sus viajes a los pueblos remotos de Illinois, cuando se preguntaba si acaso aquella sabana atiborrada de electrodomésticos, autos coloridos como naves espaciales y montones de revistas por suscripción que componían el paisaje natural de la honrada clase media estadounidense de los años cincuenta, no había absorbido la vitalidad de las personas y drenado el espíritu colectivo de ese “genio de nuestra especie”, invisible en la mayor parte de las interacciones cotidianas. Aquellas gentes, a pesar de todo, leían a Tocqueville y a Proust, pero tenían que hacerlo a escondidas en sus casas, casi en una especie de ritual secreto, porque la moderna sociedad de masas no disponía –no dispone– de vocabulario ni de ceremonias que hagan pública esa simpatía innata que nos permite comprender las grandes cualidades humanas.
Todo esto da pie para pensar que lo humano en estas cuevas de liquid retina adornadas con memes tal vez pase por capturar algo de esas corrientes festivas y terribles de la especie con algo más que retiros de meditación cuántica con Ayahuasca, paseos guiados a los bosques mágicos para recolectar hongos y festivales de tomates orgánicos en los mercados para turistas hiperconscientes, todos, como sabemos, insertados en el costoso templo del mercado. Sería, más bien, recobrar esos pequeños accesos de terror ante la grandeza del universo a través de pequeños pero constantes actos de soledad contemplativa, de silencios espaciados, de ayunos corporales y mentales que empujen la conciencia hacia algún tipo de fluidez preindustrial.
Charles Foster señala que, tras las rutinas aterradoras de aquellos chamanes-artistas prehistóricos, sobrevenía un éxtasis de libertad: el clímax de un cuerpo desmembrado que vuelve a recomponerse al otro lado de las paredes del cosmos. Se refiere, desde luego, al costo de esa libertad: no hay forma de adquirir conciencia sin dolor. Y sin belleza. Por eso fue la irrupción de la conciencia como un acto de dolor y éxtasis lo que dejó el primer residuo artístico y no al revés. Algunas algunas figuras humanas de las cuevas del sur de África tienen enormes erecciones porque con ellas representaban ese momento extático de encuentro con lo vivo: en el fondo no había diferencia entre la copulación, la fusión transespecie y el acto de contemplar las estrellas. Y tampoco había distancias insalvables entre el viaje existencial y los pigmentos ocres que dejaron sobre el cuerpo húmedo de las piedras.
Había pensado esta entrega como una asamblea digital narrada desde una sala de profesores, con el típico paisaje de mesas de fórmica, paredes impolutas blanco mate, dispositivos conectados a una intranet con contraseñas larguísimas, café de tueste oscuro y olor a detergente de jazmín, es decir, ese escenario donde se dispensa el saber sabido, como diría Lacan. Pero ahora me provoca verlo como una reunión vecinal en una cueva, cada uno frente a una pared rocosa donde dejar un registro, un destello apenas de elaboración personal fijada a la superficie con aglutinantes orgánicos, hasta construir una sola textura que pueda acercarse a la idea que George Steiner tenía de la lectura: una herramienta correctiva que apela a nuestra humanidad y nos compromete con una visión del mundo.
Tengo la suerte de estar acompañado hoy de profesores brillantes de la Escuela de Letras de la Universidad Católica Andrés Bello: María Fernanda Di Muro, Thays Adrián, Luis Alfredo Álvarez y Lorena Velásquez, seres pensantes, inteligencias humanas con un compromiso laboral y ético con la escritura y la lectura. Es decir: gente instruida en la labor de «aplicar técnicas de reanimación cardiopulmonar a aquellos elementos mágicos y humanos aún vivos y resplandecientes a pesar de la oscuridad de los tiempos», como decía David Foster Wallace sobre los que se aventuran a entregar la vida a este oficio.
Son ellos los que nos ayudarán hoy a pensar lo humano en este siglo XXI, en medio de algoritmos, crisis ambientales y sobrecarga nerviosa. Bajo la luz tenue de esta caverna digital tendremos la oportunidad de preguntarnos si las humanidades, deudoras tanto del Renacimiento y de la Antigüedad Clásica como de las cuevas hediondas a sangre y carbón vegetal, pueden decirnos algo para reimaginar nuestro presente y volver a ser humanos, no porque mañana amanezcamos siendo licántropos, monstruos marinos o robots de Tesla Inc., sino por la mera sospecha de que quizá hemos abandonado algo de aquella condición en el camino. “Estamos provisionalmente tocados por el milagro y se nos va un poco a la cabeza”, escribió Saul Bellow. El mago Merlín de Chapultepec me dijo algo parecido, aunque entonces lo vi como un comodín tenebroso.
Hoy creo que tenía razón.
Zakarías Zafra. Les doy la bienvenida a esta cueva posindustrial. Lo primero que tengo que decir es que hoy confío más en las salamandras del bosque que en las intenciones de las grandes plataformas tecnológicas. Tengo delirios amish con cierta regularidad, pero también tengo suficientes defensas para entender que ese deseo de desconexión total es irrealizable, incongruente con mi estilo de vida actual y probablemente producto de esa misma inclinación melancólica que citaba al inicio. Sin embargo, está ahí. Y me incomoda no poder hacer más que apagar notificaciones, limitar el uso de pantallas en ciertas horas del día y apagar el Wifi antes de dormir. Cuando se me sube la fiebre paleolítica, deseo con locura irme a sembrar olivos en un pueblo remoto o vivir de la pesca en una playa inaccesible para el turismo, pero vivo del Internet, trabajo con gente a quien no le veré el rostro jamás y tengo que “producir contenido” para atraer clientela. ¿Estoy en un laberinto sin salida o todavía hay algo por descubrir entre esa utopía agrícola y la vida en conexión?
María Di Muro Pellegrino. Siempre que escucho cuestionamientos acerca de la tecnología y, especialmente, sobre lo digital, recuerdo las palabras de Bernard Stiegler en What makes life worth living: on pharmacology1 y de Victor J. Krebs en “El fármakon tecnológico. Anotaciones posthumanas”2, quienes, cada uno respectivamente, afirman que la tecnología es un phármakon, término que, desde la tradición griega clásica, es una suerte de moneda que muestra dos caras, pues significa tanto veneno como medicina.
¿Acaso la tecnología no tiene también esta condición de envenenarnos y, a su vez, de presentarnos múltiples bondades? Por supuesto, el daño o el beneficio no los dictamina, per se, el hecho tecnológico, sino los modos en los que tejemos nuestros encuentros con ello. Cuando digo aquí tecnología no me refiero únicamente a un conjunto de artefactos vinculados con lo digital, sino, más bien, a todo lo que nos ha asistido a lo largo de nuestra existencia y nos ha permitido repensarnos a lo largo del tiempo.
De tal modo, un libro, un tenedor, una silla, un avión, un automóvil, una cama, el lenguaje y un smartphone son tecnología, como apunta Andy Clark3. Incluso, pudiéramos atrevernos a decir, siguiendo la propuesta de Lorena Rojas Parma, que los animales y las plantas tienen también sus tecnologías. Nuestra aproximación a la vida, pues, está mediada, en una proporción importante, a los modos en los que nos vinculamos con las cosas y con las diversas expresiones ontológicas que emergen de nuestros encuentros con lo tecnológico.
Por ello, la propuesta de las humanidades digitales, que parte de estas inquietudes, tiene ya muchos años pensándose, ofreciendo proyectos que buscan, por una parte, dialogar acerca de las distintas preguntas alrededor de la tecnología digital y, a su vez, dar a conocer iniciativas que nos permitan tener sociedades cada vez más participativas y conectadas con su presente y con el de otros contextos. En tal modo, cuando se pronuncia “humanidades digitales”, no puede dejarse de lado que se está hablando de un modo diferente de lo humano, puesto que se replantean la carne, los huesos, los nervios y la sangre, las relaciones, las presencias, no para dejarlos a un lado y repudiarlos, sino para hibridizarlos con los píxeles, bits, algoritmos e interfaces.
El humano-humanista digital se reconoce en ese punto de indefinición de los dualismos tradicionales como naturaleza/cultura u hombre/máquina y, más bien, reconsidera los estudios de la literatura, el arte, la filosofía, la historia, la sociología y la cultura a la luz de una interrelación con las ciencias y la informática, que nunca han sido ámbitos distintos y perfectamente separados. Así pues, mientras tengamos disposición a preguntarnos por lo humano y lo que persiste de la humanidad, tendremos, entonces, humanidades. Nuestra tarea siempre viva es seguir indagando en las formas desde las que estos enlaces se dan y continuarán manifestándose.
Zakarías Zafra. Pero es imposible hablar de humanidades en la era digital sin tocar la crisis de la atención, la fragmentación de la realidad, los cercos algorítmicos y la hiperconexión. Incluso, con era digital ya no solo nos referimos al acceso a un espacio líquido, global, democrático, donde un montón de información está disponible todo el tiempo, sino a una esfera social, económica y política gigantesca, donde consumo y entretenimiento se solapan constantemente bajo un bombardeo incesante a las terminaciones nerviosas de los seres humanos.
Eso implica considerar al individuo ya no como un “usuario” que entra y sale, como en la primera época de los correos electrónicos y el internet pre-Facebook, sino como un sujeto atravesado –incluso asediado– por esas dinámicas, con consecuencias no siempre favorables para la salud mental, la estabilidad económica personal y el ejercicio de la ciudadanía.
¿Qué pueden decir –y hacer– las humanidades hoy frente a esa condición humana reformulada por las dinámicas digitales?
Thays Adrián Segovia. Constricción o sofocación son sensaciones vinculadas con la palabra angor, una voz latina emparentada etimológicamente con el griego, que tiene su origen en la raíz indoeuropea «angh-» traducida como estrecho o angosto, pero también como angustia. La certeza de que es imposible emparejarse con el ritmo acelerado de la tecnología, de la información digital, de las redes sociales causa angustia. Así pues, el angor contemporáneo viene dado por el hecho de que no hallamos cómo actuar ante esta vorágine.
El hacer cognitivo, que involucra los procesos intelectuales exigidos por distintas profesiones u oficios, no queda excluido de la carrera que emprendemos para evitar la sensación de estar desincronizados con el mundo. Lecturas, métodos, modelos, herramientas de IA, tutoriales en Youtube, publicaciones en Tik Tok, Instagram, Telegram, X y LinkedIn nos convierten en “sujetos asediados” por las dinámicas del mundo digital. Así, el diálogo permanente e intersubjetivo propio de nuestros entornos laborales, que dista de la velocidad y el vertiginoso ritmo de la sociedad del conocimiento, está siendo reemplazado por checklists: el conocimiento se ha tornado en consumo. Pero estar actualizados luce imposible y, ante la certeza de que es necesario desacelerar y aceptar nuestros límites, surge la angustia.
Franco “Bifo” Berardi, filósofo italiano, en su libro Medio siglo contra el trabajo (2023), reúne escritos publicados durante cinco décadas que versan sobre diversos temas. En uno de los capítulos, “Infoesfera y mente social”, analiza los efectos del desarrollo tecnológico en el trabajo y en la psique humana. Afirma que, influido por la cultura neoliberal, el cerebro social está sometido a la competencia y que la red digital ha intensificado los estímulos informativos que son enviados desde el cerebro social a los cerebros individuales. Dos consecuencias de esto son la “saturación patológica”, porque la evolución cerebro-cuerpo tiene tiempos diferentes a los de las máquinas, y la “discrasia paradigmática” o “brecha entre el paradigma que modela el universo de transmisores y el que modela el universo de los receptores”.
Asimismo, Berardi plantea la disparidad entre el ciberespacio –que comprende un tiempo acelerado e ilimitado– y el cibertiempo –vinculado con el cuerpo y el cerebro humanos–, lo cual impide forzar los límites naturales; en otras palabras, resulta imposible para una persona procesar conscientemente la cantidad de información disponible, ocasionando en ella cuadros de ansiedad, estrés crónico, depresión y frustración.
Si las humanidades propician el pensamiento crítico, entendido como la capacidad de analizar, argumentar y dialogar, deberíamos hallar en ellas ideas para asumir el desarrollo tecnológico y sus particularidades conscientes de que no hay posibilidad alguna de estar a tono con sus tiempos y su ritmo. El hacer cognitivo es un acto relacional que reivindica lo humano, en este sentido, urge humanizar el mundo digital; cuestionarlo, ser selectivos y estratégicos porque, como asevera el semiólogo Umberto Eco, “no es la velocidad lo que importa, sino la dirección”.
En suma, se ha de encarar este momento como una crisis de adaptación mirando el cambio digital con autonomía, ética y conciencia de su rol transformador; sin caer en la angustia, sin dejarse arrastrar por esa (casi) inevitable vorágine de la que también es (casi) imposible sustraerse.
Zakarías Zafra. Hablando de crisis de adaptación, hay otra esfera que también nos rodea y nos cuestiona cada día con más insistencia: la naturaleza. Se ha dicho mucho que estamos arruinando el planeta, que cada búsqueda de Google deja una huella de carbono equivalente a la de consumir un bocado de carne de res y que cada interacción con Chat GPT gasta medio litro de agua. Nos da cierto susto, pero después seguimos como si nada. Es un efecto parecido al que producen las vallas contra el fentanilo que pone el gobierno en las principales avenidas de México: un escalofrío publicitario de bondad.
Sobre las humanidades y la ecología, me pregunto si no sería más útil un camino de conciencia del todo —una perspectiva cercana a la Filosofía Perenne estudiada por Huxley— en lugar de la conciencia del daño. Porque si la alternativa es el discurso apocalíptico de Greta Thunberg y el ambientalismo de marca que producen los acuerdos entre Estados y corporaciones, entonces prefiero buscar otra vía. Más allá de la angustia por el calentamiento global y la culpa heredada por el Antropoceno, ¿es posible pensar la ecología como un misterio? ¿Acaso una forma de relación, de comunión con lo vivo y lo no vivo?
Luis Alfredo Álvarez Ayesterán y María Di Muro Pellegrino. En un mundo donde se habla de la muerte del antropocentrismo —del post antropoceno— y del advenimiento del posthumanismo, podría resultar contradictorio reflexionar desde la humanidades una realidad que la niega. Sin embargo, es imposible separarnos del fantasma ético de la humanidades a la hora de evaluar el ser-hacer de la humanidad. La ilusión de que todavía hay un marco de referencia llamado humanidades nos permite pensar que la propia noción de lo humano debe ser reflexionada a partir de nuevos consensos en los que, por una parte, impere la sobrevivencia de la propia humanidad asediada por peligros reales como el cambio climático y, por otro lado, por medio de la comprensión, cada vez más palpable, de posibles diálogos con otras especies.
Con respecto al replanteamiento de lo ecológico y al inminente peligro que estamos afrontando en el marco de la crisis climática, Timothy Morton nos invita a meditar acerca del concepto tradicional de “Naturaleza”, que ha venido planteándose, desde una postura antropocéntrica, como algo separado de los humanos. En Ecology Without Nature: Rethinking Environmental Aesthetics4 argumenta que esta visión dualista es un obstáculo para una comprensión y acción ecológica genuinas. La “Naturaleza”, como un ideal romantizado, puede cegarnos a las formas en que ya estamos profundamente imbricados en los sistemas ecológicos, incluso en nuestras ciudades y paisajes tecnológicos.
Del mismo modo, en el marco de la pregunta por lo humano, se ha hecho un llamado particular a repensar nuestra coexistencia con otras especies. Donna Haraway5, por ejemplo, aboga por “hacer parentesco” con todas las formas de vida, humanas y no humanas, y construir futuros basados en la interdependencia y la responsabilidad mutua en un planeta dañado. Así también Sue Donaldson y Will Kymlicka6 proponen una teoría política acerca de los animales, trasladando la noción de ciudadanía y de polis a los animales no-humanos.
A su vez, una veta muy interesante de las humanidades ambientales la proponen Anna Tsing, Maurice Maeterlinck y Stefano Mancuso7, por solo nombrar algunos exponentes, quienes aluden a otros modos de comunicación y de expresión, dando cuenta de una amplificación de la noción de inteligencia, hasta ahora de dominio exclusivo del humano, a las plantas, las flores y las redes micélicas. En tal sentido, se estudian las múltiples y diversas estrategias comunicativas y lenguajes que acontecen en variados biomas y a distintas escalas del reino vegetal.

Estas interesantes propuestas abren el paso hacia otras interrogantes: ¿hasta qué punto las humanidades siguen teniendo un carácter trascendentalista, y por tanto universalista, dentro de un panorama marcado por la disolución de dichas categorías? Por otra parte, ¿es posible desprenderse de la trascendentalidad heredada del saber humanístico a la hora de pensar la condición humana cada vez más descentralizada de sus valores tradicionales? ¿Cómo pensar ahora lo humanístico teniendo presentes estas diversas consideraciones que cuestionan y disuelven el especismo y las jerarquías ontológicas?
Las crisis conllevan a la búsqueda de soluciones. Sin embargo, hay una inmediatez porque el peligro de extinción de los seres se hace cada vez más patente. Si bien hay que pensar en una nueva cosmología de los humanos en interacción con lo no humano y el medio, ese pensar debe estar acompañado de acciones donde impere como fin nuestra supervivencia y la de todos los seres que forman parte de nuestro planeta. Desafortunadamente, los discursos que abogan por unas humanidades ambientales tienen una carga política inevitable que apela más a la confrontación ideológica y menos a la solución del problema a través de consensos reales.
La ecocrítica no puede ser como la crítica frankfurtiana de un “Hotel Abismo”, donde se observa el desastre desde un sitio privilegiado y tomando champagne, sino un saber que se convierte en conciencia, en acción. En pocas palabras, debe salir de las universidades y campos intelectuales e insertarse en los centros de poder para actuar con rapidez.
Zakarías Zafra. Hablamos entonces de acción (micro)política, de ingresar a la discusión pública, vecinal, académica, laboral, con nuevas herramientas de trabajo. Y eso es lo que quisiera preguntarles ahora: ¿cómo se puede actuar desde las humanidades en una época donde las dinámicas sociales, económicas y políticas han tocado límites inaceptables? ¿Acaso las humanidades, en su estado actual, pueden extraer algo más de los datos del dolor, la parálisis y la indiferencia?
Aquí creo que Venezuela, específicamente, tiene algo valioso que decir al resto de América Latina, más allá del modelo trágico al que ha sido reducida tantas veces. La historia reciente del país ha dejado al descubierto cruces entre la imaginación, la producción cultural y el deseo frente a prácticas indudablemente inhumanas. Así que quiero hacerme eco otra vez de George Steiner y decirlo más bien con sus palabras: “¿Hay algún tipo de educación, algún tipo de formación en poesía, música, arte o filosofía que pudiera hacer a un ser humano incapaz de afeitarse por la mañana porque la imagen que le devuelve el espejo le resulta inhumana o infrahumana?”
Lorena M. Velásquez. Sin romantizar a las humanidades, debemos admitir que su papel en la construcción de nuestro imaginario nacional ha sido indiscutible y necesario. Transitar el convulso escenario de nuestra historia nacional ha requerido la certeza en las humanidades como herramienta capaz de adentrarnos críticamente a los sistemas de poder y las ideologías que imperan a nuestro alrededor. Así como en el mito de las cavernas, que, al liberar las cadenas, el prisionero puede realmente ver y palpar lo real, las humanidades liberan y nos obligan a liberar a los demás más allá de la ignorancia, de los pensamientos reduccionistas.
Ciertamente, pensar en las humanidades hoy en día es mucho más abrumador de lo que fueron los primeros rayos de luz para ese prisionero liberado al que se refiere Platón, porque pensamos las humanidades en un mundo que parece un campo minado, donde las pérdidas están siempre in crescendo. El hombre contemporáneo ha sido testigo de aquello que Foucault siempre aludió como un ejercicio de violencia por otros medios, y estamos, a nivel global, inmersos en guerras de distintos tipos (bélicas, económicas, cibernéticas, nucleares, mediáticas), escenario en el cual Venezuela no es la excepción.
El filósofo contemporáneo Slavoj Žižek distingue una violencia que subyace de múltiples formas en la base de toda relación, de manera tan normalizada que resulta sutil y peligrosamente el engranaje de la gran maquinaria del sistema en el que estamos inmersos. A esa capa de violencia asistimos todos, si formamos parte de un sistema social.
Sin embargo, como dice la escritora Ana Teresa Torres, las guerras no son todas iguales y en el caso de Venezuela, esta tiene sus propios matices y los nuestros comparten el agregado del desmantelamiento de todo aquello que alguna vez conformó el signo de lo nacional. Ante este escenario, además del trauma, el dolor, la pérdida, la nostalgia, el venezolano ha encontrado nuevas formas de habitar. Una de ellas, han sido las humanidades dentro y fuera del país. Rafael Cadenas sentencia en su obra de 1983, Anotaciones:
“El mundo está en un borde. Se necesitan palabras que golpeen, no necesariamente con estridencia. Pueden ser calladas; dejan una herida más profunda”.
Y las palabras de los escritores, críticos y académicos venezolanos sin duda han zanjado con profundidad su presencia en el mundo.
Si bien contamos estadísticamente los millones de venezolanos que han salido por nuestras fronteras, también debemos contar aquellos que, desde las humanidades, han elegido tender puentes, dialogar y buscar(nos) un lugar no solo para resistir sino para increpar lo que es ser venezolano, latinoamericano o ser humano en la actualidad. Nuestros humanistas más ilustres pelearon batallas trascendentales a través del tiempo (Andrés Bello, Simón Rodríguez, Arturo Uslar Pietri, etc.), pero ninguna de tales contiendas nos preparó para asistir a este presente, donde tras imaginarnos siempre bajo el mito del paternalismo mesiánico, nos encontramos ahora frente a un padre que, como Saturno, devora a sus propios hijos. A la luz del pensamiento de nuestros humanistas, asistimos a los desafíos de habitar bajo la amenazante presencia de ese padre devorador.
Venezuela, como muchas de las naciones latinoamericanas del siglo XX, ha tenido una contemporaneidad convulsa, donde el capitalismo “salvaje” y un Estado “protector” libran una lucha a muerte en nombre de un pueblo. En este contexto, los humanistas alumbraron las grandes consecuencias de este panorama: alzaron su voz bajo la bandera de la democracia frente a un militarismo que avanzaba lenta y sigilosamente, y fueron silenciados de múltiples formas (censura de medios, desaparición forzada, exilio). Y así se proclamó la guerra: lo que empezaba como un clamor popular se transformaba en el enfrentamiento de dos bandos: ellos (el poder, en cualquiera de sus formas) y los otros (los que piensan distinto); entre estos últimos, los humanistas. El producto de este contexto es un imaginario nacional que se socava y ante el que no queda más opción que preguntarse —independientemente del país al que pertenezcamos— qué somos.
Como Latinoamericanos, así como nuestros ríos se cruzan, nuestra geografía compartida no puede eludir las coincidencias de este panorama en distintos puntos cardinales del continente. Más que una advertencia y desde nuestra particular guerra, los humanistas venezolanos intentan indagar en esa interrogante y manifestar la urgencia de mirar y habitar críticamente el país.
Así como somos un gentilicio incómodo para algunos gobiernos, es innegable el aporte de los humanistas venezolanos en el mundo actual: nuestros profesores insertados en la academia internacional han ayudado a visibilizarnos críticamente. No solo dirigen programas de estudios superiores en el exterior, sino que también se insertan en las discusiones a través de la participación en investigación. Nuestros escritores radicados en la diáspora, por ejemplo, han hecho de nuestra literatura un fenómeno más glocal y transfronterizo, acorde a los nuevos tiempos; nuestros artistas plásticos han construido redes de sentido a partir de una cultura visual que se ha servido de las redes sociales para preservarse ante la amenaza y la precariedad gubernamental.
Si bien la migración y la crisis nos han estigmatizado, las humanidades y nuestros humanistas reivindican la posibilidad de pensar más allá de nuestra tragedia local, atravesar el campo de batalla y agenciarse como actores valiosos para la actualidad. En palabras de nuestro poeta Arturo Gutiérrez Plaza: “Sin adecuados regímenes sanitarios/ toda civilización peligra, se hace polvo, desaparece”. Es por ello que pensar en un congreso de humanidades bajo este contexto es no solo posible, sino imperativo, para que las ideas sigan golpeando en silencio. Como dice nuestro premio Cervantes: “florecemos en un abismo”; las humanidades en Venezuela florecen en un abismo, capaces de no solo resistir, sino reimaginar(nos) en el contexto latinoamericano y global.
El II Congreso Internacional Humanidades en Tiempo Presente es un evento auspiciado por la Universidad Católica Andrés Bello, a celebrarse en Caracas el 28, 29 y 30 de mayo de 2025, en formato híbrido: digital y presencial.
Para más información, escribe un correo a congresohumanidades@ucab.edu.ve
Estas son las inteligencias naturales detrás de esta entrega:
María Di Muro Pellegrino. Doctoranda en Filosofía, investigadora del Centro de Investigación y Formación Humanística, y profesora en la Escuela de Letras y en la Maestría en Filosofía de la Universidad Católica Andrés Bello. Sus áreas de trabajo son la literatura grecorromana y la cultura digital, con enfoque en los videojuegos y la herencia de los clásicos.
Thays Adrián Segovia. Licenciada en Letras, profesora de Lengua Castellana y Literatura, Magíster en Lingüística y Doctora en Cultura y Arte. Profesora titular de la UCAB en las escuelas de Letras y Comunicación Social.
Luis Alfredo Álvarez Ayesterán. Profesor en la Escuela de Letras de la UCAB, donde imparte cátedras de teoría y análisis literario, así como literaturas del romanticismo y del realismo. Actualmente se desempeña como jefe de cátedra de Literaturas Europeas en el Departamento de Castellano, Literatura y Latín del Instituto Pedagógico de Caracas, donde también coordina la Maestría en Literatura Latinoamericana.
Lorena M. Velásquez. Estudiante doctoral del Ph.D. en Latin American, Latino and Iberian Cultures (Graduate Center, CUNY). Licenciada en Letras, Magíster en Literatura Latinoamericana y M.A. en Spanish Language. Ha sido profesora en la Escuela de Letras de la UCAB y en la Universidad Simón Bolívar.
Bernard Stiegler, What makes life worth living: on pharmacology (Cambridge, UK: Polity, 2013).
Victor J. Krebs, “El fármakon tecnológico. Anotaciones posthumanas”, Papel Literario de El Nacional, julio 16, 2023, puede consultarse a través del siguiente enlace: https://www.elnacional.com/papel-literario/el-farmakon-tecnologico-anotaciones-posthumanas/
Andy Clark, Natural-Born Cyborgs: Minds, Technologies and the Future of Human Intelligence (Oxford: Oxford University Press, 2003).
Timothy Morton, Ecology without Nature: Rethinking Environmental Aesthetics (Harvard University Press, 2009).
Donna Haraway, Staying with the Trouble. Making Kin in the Chthulucene (Duke University Press, 2016).
Sue Donaldson y Will Kymlicka, Zoopolis. Zoopolis. A Polítical Theory of Animal Rights (Oxford University Press, Oxford/Nueva York, 2011).
Anna Tsing, La seta del fin del mundo: Sobre la posibilidad de vida en las ruinas capitalistas (Capitán Swing Libros, 2021); Maurice Maeterlinck, The Intelligence of Flowers (Nueva York: State University of New York Press, 2007); Stefano Mancuso, Plant Revolution. Le piante hanno già inventato il nostro futuro (Giunti, 2017).
Zakarías, gracias por tus conversaciones, hacen rever mis conceptos del día a día, es el primer Newsletter al que me suscribo y ¡Que gran experiencia!.
Qué buen tropiezo me he dado en este camino de la deshumanización tecnológica al encontrar esta joya. Aunque avalo la mayoría de puntos de vista aquí expresados, no puedo dejar de agradecerle al pantano de la tecnología por permitirme el privilegio de leer estas posturas. Indiscutiblemente la deshumanización debe ser contrarrestada, sí. Pero debemos hacerlo con la premisa de que algo bueno nos ha dejado: el contacto inmediato, casi en tiempo real entre los que estamos apartados y aquí estoy a miles de kilómetros adentrándome en este fascinante pensamiento de la liberación de la consciencia. Gracias, Zakarías, por compartirlo.