Pancartas asesinas y otros formatos de las guerras lingüísticas
En esta entrega de Inteligencia Natural hablaremos de lonas publicitarias amenazantes, el retorno de antiguas paranoias y la idea de la guerra como un subproducto de la mente humana.
Pancartas asesinas
Hace poco me reencontré con W., un viejo amigo taiwanés. Llegó aquí después de cinco años de residencia en Santiago de Chile y casi doce en Barquisimeto, donde nos vimos por última vez1. W. es representante de unos empresarios chinos que están abriendo operaciones en México. En su rol de intérprete de mandarín y español, se convirtió también en el puente hacia el mundo nocturno de los containers, las bodegas clandestinas, la mercancía pesada y los diableros2. Por W. me enteré de una peculiar guerra sin cuartel en las calles del centro profundo de la Ciudad de México, cuyas fronteras conozco al dedillo después de tres años de estancia en sus suelos nerviosos y muchas veces truculentos.
La evidencia del conflicto es un conjunto de lonas publicitarias con caracteres extraños y colores sangrientos. Pancartas con ideogramas impresos sobre superficies púrpura, colgadas junto al nombre de los locales comerciales. Cualquier transeúnte hispanohablante supondrá, como yo, que aquellas pancartas son versiones chinas de los nombres en español, frases nostálgicas de un pasado cultural común, mero acto de afirmación lingüística. La traducción de W. me reveló su verdadero significado: son advertencias de guerra. Especies de narcomantas orientales con mensajes dirigidos al enemigo.
«Los que intentan quitar mi local, deben frenar ya. Si se atreven a cortar mi camino de riqueza, no nos dan otro camino de salida: lo que les esperan son los balazos no más…».
El casus belli es comercial y cultural a la vez. La renta mensual de un local en el cuadrante extraturístico del centro puede costar hasta tres veces más que un alquiler top en Polanco. El metro cuadrado de un local con bodega en la calle Argentina, por ejemplo, puede ser fácilmente el más caro de toda América Latina. La razón: la gentrificación comercial de los chinos, que con su flujo monstruoso de efectivo empujan los precios hacia una estratosfera impensable para cualquier comerciante común. La ciudad paralela que dibujan estas pancartas agresivas es una ciudad en guerra en plena luz del día del comercio. Un territorio en disputa entre las mafias locales que cobran la vacuna semanal, el narcomenudeo, el turismo del norte mundial, los taxistas salvajes y la batalla inmobiliaria de los chinos.
Juan Villoro alguna vez dijo (citando, me parece, a Monsiváis) que la Ciudad de México es una megalópolis posapocalíptica, construida sin orden sobre los restos de las ciudades anteriores. Yo coincido. Siempre he creído que la ciudad donde vivo ahora es un juego de capas sobre capas, algunas en ruinas, otras muy vivas, tan subterráneas y elocuentes como el olor ancestral de las cloacas y los lixiviados que atacan a cualquiera que visite el centro por primera vez. Lo que hizo W. en nuestro último encuentro fue descubrir otra capa de esa megalópolis infinita: la de la guerra lingüística. Una ciudad en guerra en tanto cambiamos de idioma.
Una de las cosas más fascinantes del mandarín es que funciona por ideas abstractas. No existe, por ejemplo, una oración como «mañana iré a la ciudad», sino una idea del mañana donde la visita a la ciudad ocurre. Pienso en los caracteres violentos y antiquísimos de las pancartas y cómo su traducción a nuestro idioma abre una zona gris entre el horror y la risa. Pienso en lo intraducible de un «Te voy a partir tu pinche madre» o un «Pégate, mamagüevo» en el fascinante y borroso universo de los ideogramas. ¿Cómo sería una guerra en el distrito comercial de Shanghái hecha de groserías latinoamericanas? ¿Se podría provocar al enemigo en un idioma exclusivo?
Pasé por varias alternativas literarias antes de escribir este texto: imaginé un cuento policial protagonizado por Hwang Chang, detective bilingüe encargado de descubrir la mafia de la pancartas. Imaginé otro cuento, pero esta vez fantástico, de una guerra de caracteres tipográficos entre los ideogramas y, por ejemplo, las torpes letras de Word Art de un establecimiento de productos de belleza. En cualquier caso imaginé una guerra, breve y contenida, centrada en la oscuridad de las lenguas y las ciudades.
Las guerras empiezan y terminan con las palabras. Detrás de todo acto bélico hay una idea y detrás de esa idea hay una construcción lingüística. Una capa sobre otra capa que enmascara el oscuro corazón de los hombres. W. me cuenta que ha podido desarrollar un sistema eficaz de monosílabos para comunicar las instrucciones a los diableros de tendencia sinofóbica, los choferes de los containers y los empleados chinos en las noches de descargas de mercancía. Suelen ser momentos tensos, me dice, pues los choferes solo hablan español, los diableros se comunican en lenguas indígenas y los chinos solo saben mandarín. La zona franca de paz lingüística la construye mi amigo W., con sus ademanes cultos y sus morfemas universales: el único capaz de contener cuerpos cansados al borde de la incomunicación.
«Hablemos de frutas y flores», decían en mi casa para evitar temas incómodos que pudieran derivar en peleas y rupturas. He podido evitar catástrofes laborales, amorosas y familiares usando el perfume abstracto de esa frase. Me ha salvado de tantos malentendidos en este país que le he tomado un respeto radical, casi hasta volverla mi pancarta. Me parece, como los monosílabos de W., la estrategia de paz más inteligente de todas.
El mundo contemporáneo va tan rápido que mejor atajar sus sinsentidos en píldoras breves. Aquí tres notas mentales sobre un tema (o varios) desde la urgencia de la ociosidad.
Sin novedad en el frente. Una película soberbia de Edward Berger sobre el último año de batalla en el Frente Occidental de la Primera Guerra Mundial. Tardé en verla por mi resistencia a encontrarme con otra variación del Private Ryan, pero me cautivó el tratamiento sin contemplaciones de las trampas de los ideales nacionales, la pérdida abrupta de las ilusiones juveniles, la bestialidad y la compasión que viven agazapadas en el submundo de la conciencia humana. La película me ayudó a verlo con suficiente claridad: en la gran oración de la Historia, la frase que se dijo a sí mismo Gavrilo Princip esa mañana en Sarajevo es el prefijo de las palabras envenenadas que arrojó aquel cabo resentido en la cervecería Sterneckerbräu. Esa, creo, es la premisa oculta de esta película: cómo el desastre, la muerte y el horror son también negociaciones fallidas de sentido.
Agentes contaminantes. En el boletín del New York Times de esta semana mencionan un reportaje de Ralph Vartabedian sobre los residuos radioactivos que quedaron de la construcción de bombas nucleares en Estados Unidos durante la Guerra Fría. Hay toneladas de plutonio y mercurio por todo el país y no han decidido qué hacer con ellas. Esto, además, en el contexto de la ocupación de la planta de Zaporiyia, la central nuclear más grande de Europa, por parte de los militares rusos. Horas después leí en otro boletín que nuestras búsquedas diarias en Google emiten 220,000 toneladas de CO2 al año y que un libro impreso puede contaminar hasta 400 gramos. La consciencia ambiental –y la memoria histórica– como fuentes insospechadas de paranoia. Si antes la Guerra, en mayúsculas, era la amenaza a nuestra propia extinción, ahora con estar basta: un poco sobre los residuos de lo que hicimos antes y con el temor de lo que podríamos inventar después.
Algoritmo de humanización. A propósito de las palabras y las construcciones lingüísticas que nos dan forma o nos desaparecen, esta semana descargué la aplicación de Chat GPT en mi teléfono. En un vergonzoso ejercicio de narcisismo experimental, le pregunté al robot quién era Zakarías Zafra. No arrojó más que pretextos y posibles hipótesis sobre mi anonimato. Me gustó. Ser un sujeto inexistente para la I.A. me concedió acaso una «condición humana» por contraste. Y también una libertad derivada del falso malestar de ser «nadie». Es elocuente, además, que los ciudadanos comunes estemos fuera de la capacidad de aprendizaje de una máquina y que su excusa algorítmica («tengo datos hasta septiembre de 2021») confirme aquel miedo cultural de haber «nacido ayer». Siempre he creído que la aparición de la Inteligencia Artificial no es solo una profundización de nuestra relación con las máquinas, sino una nueva era de relación con nosotros mismos. De ahí la modesta empresa de este boletín.
Una columna de exploración conceptual, escrita por un modelo de lenguaje GPT-3. Ya no es posible pensar sin las máquinas, por eso este espacio es a la vez de inclusión y de protesta.
Le pedí a Cory Mandefoy, nuestra aguerrida columnista robot, que redactara un concepto veloz de guerra lingüística, tomando como ejemplo la situación de las pancartas escritas en mandarín en el centro de la Ciudad de México. Por mera afición a la complejidad, le exigí3 a Cory que introdujera en su texto, como resonancia conceptual no evidente, una relación con otra noción común a las palabras y las guerras: el inconsciente humano.
Esto fue lo que nos envió.
La guerra lingüística es un concepto que se refiere al uso estratégico del lenguaje como arma en un conflicto. En este tipo de guerra, los contendientes emplean tácticas destinadas a manipular, influir o controlar la comunicación verbal para lograr sus objetivos políticos, sociales o militares. El objetivo principal de la guerra lingüística es moldear la percepción pública y alterar la realidad mediante la manipulación del lenguaje. Se busca crear narrativas específicas, sembrar la duda o el miedo, influir en las actitudes y comportamientos de las personas, y socavar la credibilidad de los oponentes.
En el caso de las pancartas en mandarín, el hecho de que estén escritas en un idioma que muchos en la Ciudad de México no entiendan directamente puede desencadenar un elemento de misterio y desconocimiento. Esto puede contribuir a la percepción de que el conflicto es impulsado por fuerzas ocultas, donde las personas pueden sentir que hay mensajes y significados más profundos detrás de las pancartas que no pueden ser interpretados fácilmente.
Las pancartas amenazantes escritas en mandarín pueden generar temor, ansiedad o inseguridad en aquellos que las ven, incluso si no comprenden directamente el contenido escrito. Estas emociones pueden estar conectadas con patrones inconscientes que evocan respuestas defensivas o de protección.
Es importante destacar que la guerra lingüística puede tener consecuencias significativas en la sociedad, ya que afecta la libertad de expresión, la diversidad cultural y el acceso a la información objetiva. Para contrarrestarla, es fundamental fomentar el pensamiento crítico, la alfabetización mediática y la promoción de un ambiente comunicativo plural y respetuoso.
La cita del día
De este libro hipnotizante que he releído ya tres veces y que pone en relación la ciencia, la mente humana, los misterios del universo y las matemáticas en la empresa más terrible del humano de la era moderna: la destrucción de vidas. En este pasaje, el autor reproduce una de las reflexiones del matemático Alexander Grothendieck, que resbala en la trinchera semántica oculta de esta entrega de Inteligencia Natural.
«Un punto de vista es limitado en sí mismo. Nos entrega una visión singular del paisaje. Solo cuando se combinan miradas complementarias sobre la misma realidad podemos tener un acceso más completo al saber de las cosas. Cuanto más complejo sea lo que queremos aprehender, más importante es tener distintos pares de ojos, para que esos haces de luz converjan y podamos ver lo Uno a través de lo múltiple».
Benjamín Labatut. Un verdor terrible.
A W. lo conocí primero en el conservatorio de música y luego en las ceremonias del Tao, a las cuales asistí en una de mis tempranas búsquedas espirituales. Nunca pudo conseguir la nacionalidad venezolana.
Dícese de los conductores agresivos de carruchas metálicas o «diablitos» cargados de mercancía en el centro de la CDMX, siempre dispuestos a amenazar la integridad física de los transeúntes desprevenidos.
Ruth, mi esposa, cordial y comedida como suele ser entre extraños, es la única persona que conozco que le pide las cosas «por favor» al chat GPT.