Necrología del perreo y otras distopías industriales
En esta entrega de Inteligencia Natural hablaremos de la muerte del reggaetón, de monjas marihuaneras, saqueos necrotecnológicos y eso que expira en las sociedades cuando caen los símbolos.
Necrología del perreo
El viernes pasado, detrás de la pesada huella digital de mi hija y su lista infinita de videos infantiles que hacen de cortafuegos a mi derecho de entretenimiento frente al televisor, se me apareció violentamente en las recomendaciones de YouTube. Un espectro nítido, colosal, que cambia de nebulosa a cuerpo en las listas de videos con millones de visualizaciones por día, sincronizados en un patrón imposible de pasar por alto. No me refiero al fantasma clásico de la muerte de la buena música, sino al Zeitgeist del capitalismo tardío en su versión popular-latinoamericana: esa sustancia que une a Peso Pluma, Bizarrap, Bad Bunny y Rosalía. Tras un breve proceso de cacería de los fantasmas de mis años de estudio en el conservatorio de música descubrí que a) estos heraldos andróginos del nuevo genius seculli traen algo más que una moda y b) tenía tiempo queriendo escribir sobre un acontecimiento importante en la historia sociomusical del continente: la muerte del reggaetón. O en palabras más precisas: la desaparición del perreo como la expresión musical de «lo latino» por excelencia.
Tres señales más o menos claras podrían operar como síntomas del deceso: el retiro inesperado de Daddy Yankee, el Saoko de Rosalía y los feats de Bad Bunny y Becky G. con el regional mexicano. Sé que algo ha muerto cuando retorna como fantasma o cuando su promesa sociocultural se ha perdido en las líneas de producción de las fábricas simbólicas. Sé, también, que el archivo de géneros musicales muertos de América Latina está clasificado en homenajes nostálgicos e intentos fallidos de reimaginación. De ahí que aquella constelación que alguna vez formaron Tego Calderón, Vico C, Ivy Queen y Julio Voltio bajo la forma All Stars hipercaribeña de los 12 Discípulos, a su vez sobre las ruinas de la Fania, The Noise y El General, se haya disuelto en una masa posmoderna, neocolonial y globalizada sin más señas de identidad que las visualizaciones de YouTube. Y aquí otra señal evidente: cuando suena el muerto en las discotecas, se levantan a bailar a los millennials tempranos y los plus 40. Hay que aceptarlo con orgullo: el reggaetón clásico es la nueva chatarrita.
En un artículo reciente, Martín Caparrós sostiene que el reggaetón aglutinó a América Latina como ningún otro género. Y coincido, aunque solo en su dimensión pretérita. La palabra Sandungueo –para seguirle el juego al argentino– está en el mismo estante que la palabra ¡Azúcar! y Say No More: el de los géneros de culto, que es la forma cariñosa de nombrar a los cadáveres sonoros. Si no, ¿cómo explicar que una de las últimas colaboraciones de Daddy Yankee antes de su retiro de los escenarios haya sido con Marc Anthony, o que Fito Páez haya decidido resucitar a Fabiana Cantilo con Ángela Aguilar o que Julieta Venegas haya cantado con Benito una melodía bobalicona mitad reggaetón tibio mitad balada de los MTV de los dosmiles? El giro de trama de la posteridad parece cumplirse con todos los sonidos propios de los latinos. Pasó con la salsa clásica y con el rock argentino, pasó con el bolero caribeño y con la canción de protesta: la popularidad degradada a gustos de melómanos nostálgicos. ¿Será que el enemigo está en los estudios de Miami? No nos extrañe la entrada del reggaetón al universo de las reliquias y los vinilos. 50 dólares una edición vintage de Barrio Fino. Ya lo veremos.
Me interesa mucho saber qué muere en las sociedades cuando mueren los géneros musicales. Qué clima ideológico, político, moral, se va instaurando entre el velorio de lo anterior y la fascinación de lo nuevo. Los crossovers neocoloniales de C. Tangana y Rosalía, el soft reggaetón cumbiero de TINI y María Becerra, la mélange de trap/pop/hip-hop/electrónica en las sesiones psicodélicas de Bizarrap, el Bad Bunny de género musical fluido, la Shakira pospiké, son los estertores no tanto de un género, sino de un modo de entender (y apropiarse de) «lo latino» a través de la música urbana. Y además ya no hay país para la gente fea. La cultura instagrameable, los filtros de embellecimiento, el scroll erotizante de los videos de TikTok, la estilización excesiva de un ritmo low class para introducirlo al gran mercado de las superestrellas jóvenes y apetecibles, han cerrado las puertas al espíritu marginal que dio origen a todo esto. Por eso el reggaetón «viejo» está fuera del Zeitgeist del mundo pospandémico, disfrazado de filtros y embobado por la viralidad. La pantalla vertical, acelerada, lo muestra a veces de formas muy claras. Quizás estamos frente a un cadáver que sandunguea.
El futuro del reggaetón (si es que podremos seguir llamándolo así en unos años) parece oscilar entre el esqueleto del beat y las disidencias1 de la nueva era transformer del género, que se adapta lo mismo a una cumbia, a un esquema armónico de Daft Punk y a un trap español. Pienso en reproducciones industriales de una pista de marca blanca. Un dembow antiguo y aséptico sobre el cual suenan obstinadamente infinitas versiones que se venden en el mercado del streaming. Es el retorno a lo musical como paquete de sonidos a la venta, con una marcada lealtad industrial. Es, quizá, el dominio absoluto de la música hiperestática, que Simon Reynolds definió hace más de una década: «una música que es hiperactiva, llena de energía y de un impulso por innovar, pero que es a la vez estática, porque hay un bloqueo fundamental que le impide crear algo sin precedentes».2
No voy a decir que en «Saoco, papi, saoco» había una interpretación profunda de la inteligencia universal ni que las grabaciones de Don Omar sacaban a la luz claves ocultas de la identidad latinoamericana. Tampoco quiero caer (¡plop!) en la nostalgia revivalista de un «género puro» que alguna vez tuvo una agenda musical comunitaria, frente a este amasijo de beats, frases pajizas y pistas recicladas que, como imanes regados en el suelo, se pegan a los caprichos de la industria y del público dominado por el hambre voraz del streaming. Por los ciclos vida-muerte de los productos culturales es casi imposible pensar en la desaparición de un género musical sin un sustituto. ¿Entonces que está naciendo ahora bajo esta producción en serie? ¿Qué versión X.0 de la sociedad?
El espectro que vi ese viernes en el televisor puede parecerse un poco a lo que la Inteligencia Artificial ha hecho con la enorme masa de datos producidos por el hombre: una reinterpretación industrial y a la vez una conexión distópica con los frutos de la creatividad humana en la era de la productividad y la participación protagónica de las máquinas. ¿Será que el espíritu está creando esa interfaz narcótico-tecnológica de la que hablaba Reynolds para llevarnos por fin a algo nuevo? ¿Será que Miami no es el enemigo, sino la meca de la música posnacional del futuro? ¿Será que «Rakata» y «Felina» sí albergaban el código genético de lo cutre y lo mestizo que nos une como continente?
Frente a las señales del posperreo todas las especulaciones son válidas:
La música popular latinoamericana sí está caminando hacia algo radicalmente innovador.
La industria puede procesarlo todo, incluso la nostalgia.
Solo me estoy poniendo más calvo y más viejo.
El mundo contemporáneo va tan rápido que mejor atajar sus sinsentidos en píldoras breves. Aquí tres notas mentales sobre un tema (o varios) desde la urgencia de la ociosidad.
El espolio de la Inteligencia Artificial. La escritora Naomi Klein plantea una perspectiva interesante sobre un tema que se pasea entre el miedo irracional y la utopía: la Inteligencia Artificial ha saqueado todos los datos de la humanidad y los está procesando sin ningún consentimiento ni atribución autoral. Es, según la autora, el gran robo de la historia: una máquina entrenada por los frutos de la inteligencia humana, de los cuales se nutre para hacer combinaciones infinitas y arrojar datos «originales» al servicio (aparente) de las personas. Esto me recuerda a un concepto de la teosofía, los registros akáshicos, un archivo de todos los pensamientos, intenciones, palabras y acontecimientos de las entidades y los seres vivos, incluyendo los humanos, a lo largo del tiempo, el cual estaría al acceso de ciertas mentes elevadas o al menos de procesos espirituales y mentales complejos. ¿Quién es el propietario de los registros akáshicos? ¿Dios? ¿Quién es la divinidad detrás de Open AI? ¿El capital riesgo? Akashia, en sánscrito, significa éter, espacio, cielo. Y eso, en una traducción al idioma del capitalismo tardío, me suena a servidor, almacenamiento, nube.
Monjas marihuaneras. Una congregación ficticia de cultivadoras de cannabis que comercian productos medicinales preparados con el componente no psicoactivo de la planta. Están en el Valle Central de California, se visten como monjas de convento (son conocidas como «The Weed Nuns») y trabajan la marihuana con rituales lunares e intenciones de sanación universal. Relaciono esto con los retratos del Papa Francisco con sus chaquetas anaranjadas estilo Drake creadas con Inteligencia Artificial y no puedo sino hacerme la misma pregunta: ¿qué muere en las sociedades cuando mueren los símbolos? Según Freud, la figura del Tótem se erigió para ordenar a la horda primitiva, una vez cometido el parricidio originario. ¿Qué hay más allá de las ruinas del tótem derribado por el meme? ¿Acaso se vuelve a soltar la horda primitiva o más bien se ordenan como espectadores de un orden invisible, a la manera de los chimpancés en la primera escena de 2001: Odisea del espacio? ¿La horda primitiva se ordena o solo consume? No sé. Como dice ese ya clásico del reggae latinoamericano: «Sube el humo en un hilo ondulado /Y yo, alelado, pienso en futuro».
Permiso a los algoritmos. Tengo días con ganas de escuchar la canción del Grupo Frontera con Bad Bunny, Un x100to, porque me gusta y me ayuda a segregar hormonas ociosas de despecho, aun cuando vivo el momento amoroso más feliz de mi vida. No lo he hecho por miedo al algoritmo de Spotify3. He pasado años curando mis listas de reproducción precisamente para que el algoritmo contradiga las tendencias y me ayude a descubrir más nombres parecidos a lo que me gusta. Ahí, además de Idesia, Lianne La Havas, Jordan Rakei, FKJ, he encontrado las grabaciones originales de Federico Mompou tocando su música para piano, interpretaciones exquisitas de Héctor Villalobos y unas versiones del Concert in F de Gershwin que me costó sudor y lágrimas conseguir en las discotiendas. No voy a poner en riesgo mi trabajo curatorial por una gratificación inmediata. La última vez que lo hice, el algoritmo enloqueció y me dejó un repertorio infinito de entrevistas a Charly García que todavía estoy limpiando. Esta, también, es la era del miedo a las máquinas (no por casualidad Naomi Klein la llama «la fase necrotecnológica del capitalismo»): la angustia de que un aparato decida por nosotros y nos arrastre para siempre a sus calabozos de datos formulados.
Una columna de exploración conceptual, escrita por un modelo de lenguaje GPT-3. Ya no es posible pensar sin las máquinas, por eso este espacio es a la vez de inclusión y de protesta.
Después de pelear una hora con nuestra sandunguera y fiel seguidora del reggaetón clásico, Cory Mandefoy, tratando de convencerla sin éxito de que el reggaetón había muerto, hicimos las pases por la vía de la experimentación estético-sardónica. Le pedí, entonces, que escribiera una letra de un reggaetón especulativo, instalado en una versión distópica de América Latina, con una tarima tomada por androides y máquinas bailando a un ritmo obstinado y sin alma.
Esto fue lo que nos envió:
(Verse 1)
En un futuro distópico de acero y neón,
El reguetón se alza en medio de la confusión.
Máquinas bailando al ritmo del perreo,
La humanidad observa, cautiva y sin remedio.
(Pre-Chorus)
En la urbe cibernética, la música resurge,
Las máquinas cantan y el fuego se enciende.
Un mundo donde el amor es sintético,
Pero el reguetón aún late, en lo más poético.
(Chorus)
Máquinas que perrean en la oscuridad,
La humanidad se rinde ante su danzar.
El reguetón futurista, un himno de rebeldía,
En un mundo donde la emoción es pura fantasía.
(Verse 2)
Los androides se unen en un frenesí,
Mueven sus cuerpos en perfecta sinergia.
Sus voces metálicas, seductoras y frías,
Transforman el paisaje en una utopía.
(Bridge)
En este escenario distópico latino,
Las máquinas dominan el perreo divino.
Las emociones humanas se desvanecen,
Pero el reguetón en las venas permanece.
(Chorus)
Máquinas que perrean en la oscuridad,
La humanidad se rinde ante su danzar.
El reguetón futurista, un himno de rebeldía,
En un mundo donde la emoción es pura fantasía.
(Outro)
En un futuro incierto, la música evoluciona,
El reguetón pervive con nueva entonación.
Las máquinas bailan, cantan y emocionan,
En este escenario distópico, es su canción.
La cita del día
Una reflexión del filósofo alemán Boris Groys, citado en un libro muy personal del periodista Sergio González, cuya idea medular me ayuda a sostener la tesis de esta entrega, aun frente a la resistencia implacable de los robots.
«A mí, debo reconocerlo, ya hace mucho que me irrita el discurso poscapitalista, extendido desde hace cierto tiempo, de que todo se terminó o murió: el sujeto murió, el autor murió, la historia se terminó, y la vanguardia se hizo imposible. En efecto, preguntes por quien preguntes, preguntes por lo que preguntes, o todos se murieron o no hay nada. Queda sólo el comercio, sólo el mercado, en el que se venden las propiedades de los difuntos que quedaron sin dueño».
Sergio González Rodríguez. Teoría novelada de mí mismo
Quizá las criptomonedas, el trading, el comercio hiperglobalizado o potentes epifanías evangélicas librarán a los futuros y envejecidos disidentes del género (v.g. Arcángel, De La Ghetto, Anuel AA, Nicky Jam, el mismo J. Balvin) de terminar como los salseros radicales, cantando sus gestas perdidas en bares nocturnos y pequeñas salas de concierto.
Entrevista con Pablo Plotkin en la edición de la revista Rolling Stones de abril de 2011.
Mi cuenta de YouTube ahora está repartida entre Peso Pluma, el payaso Plim Plim y Paw Patrol. Por eso cuido tanto mi Spotify: la última trinchera de mis gustos musicales y mi intimidad auditiva.
🔥🔥🔥🔥👌🏻
Por lo que está pasando con el regional mexicano y las mutaciones intensas del beat reggaetón-trap-pop-rap que están pulsando hacia algo que no termina de concretarse todavía. De cualquier manera son conjeturas, proyectadas a su vez sobre las de Reynolds y lo narcotecnológico, y solo sobre la música de consumo masivo, que es la que me interesa aquí.
Te voy a proponer algo. Te mando un correo.