LA-tinoamérica sin frenos (o Los Ángeles: la ciudad del futuro acelerado) - 1/3
En esta entrega de Inteligencia Natural hablaremos de la transespecie, seres posnacionales, quiet luxury, y una generación que se niega a trabajar. Todo dentro de una ciudad que lo tiene todo.
El mes pasado me fui a trabajar a Los Ángeles, California. Hice de todo: desde dar talleres hasta vender libros, hacer grupos focales y repartir pizzas en un carro. Mientras la recorría, me propuse escribir una crónica tradicional sobre la ciudad, pero afinando la mirada y preguntando aquí y allá, salió esta especie de texto all you can eat de tendencias presentes y señales del futuro en los distintos lugares adonde fui.
Los Ángeles es una instalación del futuro de América Latina en territorio gringo. Un viaje hacia las tendencias que pueden dar forma al continente si (no) nos ponemos las pilas. Fue poco y fue mucho lo que pude ver entre líneas. Tuve, por fortuna, dos variables que jugaron a mi favor: la compañía de personas brillantes con décadas de vida en Estados Unidos y ojos de águila con retina 4K para ver más allá del bosque, y el bendito spanglish, que hizo todo más sabroso, más fluido.
Esta es una crónica de mi viaje, o más bien de sus intersticios. La primera parte de una miniserie de tres capítulos, dedicada a una ciudad donde tecnología, ideología, economía y ecología van subidas al mismo carro a toda velocidad.
Después de una necesaria pausa, he vuelto. Hoy no vino Cory ni ningún otro modelo de lenguaje sabihondo. Hoy solo hay humanos en esta casa-boletín.
Espero les guste este giro en la rutina de Inteligencia Natural.
LAX-San Dimas o La vida en un freeway
Los Ángeles es una ciudad de ciudades desparramadas. Una anticiudad, como han dicho tantos, tal vez su maldición o su etiqueta teórica más precisa. Se necesitan al menos cuatro horas para salir del aeropuerto y llegar a cualquiera de los suburbios de la clase media donde las casas todavía son dignas y no han llegado los tentáculos de la especulación inmobiliaria.
80 kilómetros, por ejemplo, que se hacen en dos horas, a veces más, viendo un paisaje infinito, uniforme, de vallas publicitarias, carriles gigantescos y placas de carros seguramente más nuevos que el tuyo. Aquí hay más Teslas por carril que en toda la Ciudad de México. Aquí entendí que esas máquinas eléctricas de culo achatado y mollera panorámica son robots y no carros, y que Elon Musk desmanteló Twitter y creó la X para alimentar los algoritmos de su flota gigante de vehículos y de sus futuros proyectos megalómanos (implantes cerebrales, cápsulas supersónicas, humanoides). ¿Quién no quisiera tener un generador en tiempo real de lenguaje humano? ¿Para qué la “opinión pública” si tengo la sintaxis bajo control?
Da mucho tiempo para hablar en el carro. Es tanto el tiempo que da para la filosofía y para el chisme familiar y para el silencio incómodo.
La vida es eso que ocurre mientras te trasladas por la I-605 N. Junté el cliché con el nombre del freeway porque es verdad: la energía vital de cualquier residente –o visitante– de L.A. se despilfarra en estas autopistas monstruosas. Por eso debe haber un presupuesto aparte para el carro y la gasolina en todo hogar que se precie de ser moderno. Y otro para la conexión móvil, 5G por favor, para tomar llamadas de Zoom con el teléfono incrustado en el volante. El iPhone y la red inalámbrica son bienes de primera necesidad, pero sobre todo categorías existenciales. Cada seis días pierdes un día de vida en el tráfico vehicular. Estar conectados es estar vivos.
Dos horas por trayecto dan para mucho. Quizá para demasiado.
Incluso para la imaginación y la contabilidad ociosa de rarezas. Más de un centenar de vallas de abogados de accidentes le dan un toque terrorífico al viaje por el freeway. Todos hacen una competencia a muerte por la atención de los conductores, a veces con nombres ridículos y diseños rebuscados:
La Law Land
We will fight for you
The Accident Guys
Son los Accident Attorneys: abogados de accidentes viales o laborales o ambos. Una especie de industria del dolor. Me sorprendió tanto no ver publicidad hedonista, sino esta galería de defensores de tu integridad corporal. Y los frenazos a 160 km/h. Y las entradas imprudentes al carpool, y los casi choques en cada salida que el Google Maps no te avisa a tiempo.
La I-605 N da para tanto, incluso para temer apasionadamente por tu integridad física.
Recorrer la anti-city es la conciencia de este peligro y de este aburrimiento del peligro, después de 160 minutos de inmovilización en un asiento de piel sintética.
Las vallas lo supieron aprovechar muy bien: en la desolación de los freeways puedes fantasear hasta con el final de tu propia vida.
Emosido engañado: los latinos no son latinoamericanos, sino seres posnacionales
Nadie en Latinoamérica se dice a sí mismo latino (salvo en ciertos momentos en que se quiere ensalzar ciertas cualidades corporales, la calidez del temperamento o el desorden de las instituciones públicas, generalmente por mera diferenciación ante un otro). En Latinoamérica somos venezolanos, mexicanos, paraguayos, argentinos, colombianos. Pero no latinos. Somos seres plenamente nacionales, identificados por nuestros acentos, con diferencias culturales más o menos marcadas. Latinos es una abstracción creada por contraste. Nos llaman así donde somos minoría, en el reino del ESL (English as a Second Language) o de los Grammy, por mencionar algunos. Son también los seres que habitan ese territorio conceptual creado en las corporaciones, llamado Latam. En otras palabras, un mercado.
Hace cinco años vine a Los Ángeles por primera vez, tres o cuatro meses antes de mi matrimonio. Ya tenía viviendo dos años en Ciudad de México, así que lo que vi en aquel momento tenía cierta legitimidad: al final del Downtown, hay una frontera invisible después de la cual aparece, no sé cómo, una copia adulterada de Eje Central Lázaro Cárdenas. Taquerías, tianguis con ropas y baratijas mexicanas, una sucursal improbable de Heladería Michoacana, comales encendidos, teporochos. La anti city se convierte en lo que es: la CDMX con esteroides, la segunda ciudad donde hay más mexicanos en el mundo. Recorrí todas esas calles buscando mi traje para la boda –terminé comprándole un tuxedo aterciopelado a un árabe en el fashion district–, pero en realidad estaba en un viaje guiado por la antigua mexicanidad arrebatada. Los restos, quizá, del Pueblo de Nuestra Señora la Reina de Los Ángeles de Porciúncula. Su “historia latina”.
Esta vez encontré lo mismo en un evento de liderazgo cristiano en Palo Verde, pero ya no me agarró de sorpresa. Estos hondureños, uruguayos y guatemaltecos con 30 años de exilio que saltan de un idioma a otro en la misma frase sin acento, estos hijos de inmigrantes mexicanos con bilingüismo hiperdesarrollado, vestidos con ropas 3XL y cabellos negros brillantísimos (tengo una teoría de lo posmexicano, inspirada por el encuentro escalofriante con un niño de 12 años llamado Pío, de metro y medio de estatura con aparatos dentales y una crineja estilo Sitting Bull hasta el coxis, que nos habló en un español suave, casi virreinal, cuyas aristas antropológicas espero desarrollar en algún momento), no son plenamente gringos ni latinoamericanos, tampoco exiliados ni inmigrantes, sino seres verdaderamente posnacionales. Esos a los que Arjun Appadurai define como identidades deslocalizadas, no sujetas a las definiciones de lo nacional, pero que el mercado simplifica bajo el mote latinos.
Los foodtrucks del evento, estacionados bajo un sol inclemente con un juego de toldos y sillas plásticas típico de cualquier pasaje gastronómico informal latinoamericano, vinieron a reforzar inesperadamente mi teoría. Me comí un chicharrón con yuca salvadoreño alucinante y al día siguiente unas papas Tex-Mex con queso cheddar y carne al chili”, todo en cantidades abrumadoras. Empanadas colombianas gigantes, pupusas transformers, tacous con extra carne, todo en armonía con un IN & OUT Burger y sus animal doubledouble bubblebubble burgers como sea bajo el inglés rápido, casi agresivo, con que se entregan las órdenes en esta cadena de hamburguesas típicamente californiana. Ese contenido calórico extremo de las comidas latinas opera como una especie de acumulación cultural. Esas capas de obesidad cultural que se forman cuando uno tiene demasiado tiempo lejos de su patria.1
Pienso en LA como una instalación del futuro de Latinoamérica en territorio gringo. Latino.América.
Un brazo del continente hispano sin nación, un poco más al norte.
En todos lados los fantasmas de Juan Crespín y Junípero Serra siguen recorriendo los territorios del desierto con su español perfecto. Desde el Walt Disney Hall2 hasta el museo de los Grammy. Desde Taco Bell hasta La Plaza.
Ya entendí que la anti-city es también un enjambre de posnational units y seres bilingües. Toda la ciudad de Los Ángeles suena a esa danza queer de las fronteras culturales. El spanglish es su banda sonora.
Si Los Ángeles no es Latinoamérica pero está llena de latinos, entonces más vale remarcar el contraste a la inversa: es el lado más gringo de la ñ.
Pasadena: transespecie fake y el fenómeno lazy generation
Restaurante en Pasadena. Veo orejitas puntiagudas, colas largas de tela saliendo de las sillas, rostros humanos con bigotes pintados y narices rosadas casi húmedas. En una mesa, tres señoras de unos sesenta años están maquilladas como gatos. En otra, dos mujeres con las uñas afiladas como garfios, vestidos de cuero negro al estilo Gatúbela y accesorios felinos colgando de sus carteras, hablan entre ellas con la complicidad de dos amigas. Miau. ¿Qué coño es esto?
–Se llaman furries –me dice V. desmintiendo mi teoría de una fiesta de disfraces–. Son “los peludos”, un fandom suburbano, humanos que se visten de animales y piden que se refieran a ellos como it, el vocativo de los animales y las cosas, un “eso”.
El restaurante está medio vacío, pero igual tenemos que esperar a que nos asignen una mesa. Este es un restaurante de clase media-alta, así que mi segunda teoría puede tener ciertos grados de verdad: los intentos transespecie son un subproducto de estatus. Este orgullo de los comensales, esos gestos placenteros de gatos humanos, el miau y la selfie, tienen más que ver con alguien que se está mostrando como un gato que con alguien que realmente se siente como un gato.
De pronto llega la mesera y nos invita a pasar a la mesa, no sin antes disculparse por algo que roba totalmente mi atención: están cortos de personal. La gente no quiere trabajar. Han anunciado vacantes y colgado anuncios de Now Hiring en todos los formatos posibles y nadie llega. Eso explica este vacío tan ocupado: el restaurante no tiene quien lo atienda.
No sé si estas son secuelas de la Gran Renuncia de 2021, deformaciones de la protección laboral en California con sus clientes que viven del paro o cobran por lesiones y accidentes laborales (okey, acabo de entender la profusión de vallas de accidentes en el Freeway), o de la relación de las nuevas generaciones con el concepto trabajo. A los Gen-Z los llaman “generación floja” porque se resisten a tomar la opción del 9 a 5 como vía para ganar de dinero, desprecian la cultura del trabajo esforzado propia del fin de siglo y se oponen a la imagen acartonada de las oficinas, los horarios controlados y las tareas bajo supervisión.
El Dr. M.P., unos días después, me contó algo que me dejó frío: este año no hay matrículas en la universidad donde trabaja porque la gente en edad reproductiva en 2008, el año de la gran crisis financiera, decidió no tener hijos. Es decir: no hay jóvenes que se inscriban en esa universidad este año. Y los que sí nacieron en esa década, ahora se resisten a entrar al mercado laboral.
Yo vengo del mundo del bono demográfico y del trabajo duro y de la América donde no hay trabajo o pagan mal o hay que sacar el cuchillo para preservar el puesto, así que estas cosas me resultan impensables. Hay un socavón inmenso que se está abriendo en la economía cuyos efectos, probablemente, se sentirán con más ferocidad en los próximos años. Lo que sí creo (y no sé si esto es una ventaja competitiva o un consuelo o más de lo mismo) es que esos espacios que el privilegio deja vacíos, los van a tomar los inmigrantes y los millennials de orilla, es decir, los nacidos en la eterna crisis de los ochenta.
Hollywood está en paro. Estamos en una ciudad donde la industria cinematográfica –es decir, otra forma de la imaginación– está en paro. El mundo capitalista contemporáneo es más problemático y a la vez más irónico de lo que nos contaron. Los que pueden mover las industrias no las mueven, pero el capital los sigue manteniendo a ellos. El dinero circula como un combustible inorgánico, salido de un Maná de energías fósiles o financieras o de placas de impresión de billetes que en cualquier momento puede trancar el juego.
Al salir del restaurante y dar la vuelta con el carro, nos enteramos del origen del peculiar desfile transespecie durante el almuerzo: hay una CatCon en el centro de convenciones a la vuelta de la esquina. Una conferencia inmersiva de dos días de aficionados y amantes de los gatos.
“El mayor evento de la cultura pop gaticentrada del mundo”, dice el anuncio oficial, y hay más gatos (o gatos-personas) ociosos que en el Palatino.
Newport Beach y el universo del quiet luxury
Jamás vi tantas Mercedes Benz Clase G juntas y en manos tan jóvenes como aquí. Newport Beach es una mezcla de Lomas de Chapultepec con paisaje de serie gringa. Me recordó mucho a Laguna Beach, una de mis series favoritas cuando era un imberbe –de hecho esta playa diamantina queda en el Orange County–, el lugar donde muchos adolescentes soñamos vivir y amar y sufrir dramas costosísimos. Aquí entendí lo que antes juzgaba de excéntrico, inimaginable para cualquier nacido en el Caribe: ir a la playa con suéter.
En intenso desafío social, decidimos comernos un sánduche de huevo envuelto en papel aluminio en una cafetería cara a la orilla de un mini mall. Nadie nos miró. Las telas “sencillas” de los vestidos, los mocacines sedosos, los bluyines y vestidos de cortes perfectos, nos pasaban por un lado con autoridad, pero con calmita. No éramos una parte pobre del paisaje, siquiera una interrupción. A diferencia de las sociedades clasistas, donde los ricos necesitan del pobre para acentuar su contraste, las sociedades excedentarias como esta no tienen conciencia de privilegio porque todo sobra: hay tanto, tanto, que no sé qué tanto es mío y qué tanto tuyo. Y hay mucho billete con pijamas, así que en esa vamos bien.
Newport Beach es la ciudad del quiet luxury o el lujo discreto: esa tendencia de la moda de los ultrarricos, cuya característica principal es ocultar cualquier señal de marca de lujo y apoyarse en el if you know, you know, o sea, ese acuerdo simbólico entre millonarios que dice “si sabes, sabes”. Luego de que las masas populares y la clase media aspiracional se apropiaran a la fuerza del universo gráfico de las marcas (¿quién no ha visto en su barrio unas chancletas con la G de Gucci del grosor de ocho dedos gordos o un suéter con un BALENCIAGA tan grande que parece un anuncio de autolavado o un error irreparable de costura?), los verdaderamente ricos han optado por el silencio, por vestirse con prendas carísimas de marcas que nadie conoce o que nadie verá jamás. Un poco como las playeras de Marc Zuckerberg, que mientras los defensores del estilo plain de los amos de Silicon Valley tratan de copiar con franelas de H&M, los que saben saben que cuestan 6 mil dólares la pieza. Una forma “quedita” de reafirmar un poder económico: poniendo una frontera infranqueable con el pueblo comemarcas. Un lujo inimitable para la fayuca.
Después del café y el encuentro real con el quiet luxury fuimos a una pequeña playa que mi cuñada descubrió en la pandemia (una mini bahía de arena oscura y agua un poco turbia donde hacían Stand Up Paddle alrededor de los porches de las mini mansiones con salida directa al mar) y luego entramos a la Barnes & Noble de Fashion Island. Al principio me dio pena entrar en flip-flops, con una camisa talla 3XL que me compré en Ross y una gorra de Red Hat que, además de quedarme pequeña, parecía la gorra de MAGA que usaba Trump en los mitines de 2016. Pero, al final, me sentí de mundo. Con arena de mundo.
Y lo mejor: me comí un Dorito’s que por fin sabía al de Venezuela (no es chovinismo consumista: el Dorito’s de Aurrerá no sabe igual al del Central Madeirense): tostado perfecto, amarillo número 5 en su esplendor, cero picante.
If you know, you know.
Esta fue la primera de tres entregas de la serie LA-tinoamérica sin frenos (o Los Ángeles: la ciudad del futuro acelerado). Si te gustó, compártela en tus redes o reenvíale este correo a algún amigo natural que lo pueda disfrutar tanto como tú.
En la próxima entrega: Fenómenos Alómanos No Identificados, una teoría paralela del excedente económico, el reto de entregar comida caliente en Estados Unidos y otros gatillos más para pensar, analizar, reírse y criticar.
No te pierdas la segunda parte, el último viernes de septiembre.
¡Gracias por leer!
Ahora que lo pienso, solo un ser posnacional como mi sobrina de 21 años (nacida en Azusa, de padres colombo-venezolanos, que cambia de acento paisa a caraqueño a californiano, tan gringa y tan venezolana como solo puede ser alguien así) pudo haber hecho la observación de que la Coca Cola mexicana viene embotellada en vidrio y no está hecha con corn syrup, como el resto de los refrescos estadounidenses. Lo latino es también un asunto de perspectiva.
No olvidar que la Filarmónica de Los Ángeles –la LA Phil– fue dirigida por Gustavo Dudamel durante más de una década y que la ciudad se llenó de fotos suyas en el 2009 cuando hizo su entrada triunfal de sustitución del antiguo rey, Esa-Pekka Salonen. Hasta Andy García le dio la bienvenida. Yo estaba joven y le tenía una admiración tóxica a Dudamel (para abonar al chisme, en un acto de imprudencia acrobática le entregué mi primer libro de poesía a Gustavo a la salida de un concierto con la Sinfónica de Lara en el que toqué dos arpegios de una sinfonía de Brahms, creo) y por eso quizá no olvido ese video de bienvenida y esa idea de Los Ángeles rendida ante un venezolano ilustre.
Fantástica crónica y espero las otras. Pregunta: yo no tengo ni tendré un Tesla y me salí de lo que era Twitter, pero ¿cómo es eso de que Musk compró Twitter para alimentar los algoritmos de sus Teslas? Porque la cosa con él se pone más distópica cada día. Acabo de estar en Cabo Cañaveral, repleto de merchandising de SpaceX, y vi dos cohetes suyos iluminando la medianoche floridana