LA-tinoamérica sin frenos (o Los Ángeles: la ciudad del futuro acelerado) - 2/3
En esta entrega de Inteligencia Natural hablaremos de Fenómenos Alómanos No Identificados, la teoría del excedente económico y el backstage descarnado de la ciudad de las estrellas.
Esta es la segunda parte de una miniserie de tres capítulos, dedicada a una ciudad donde tecnología, ideología, economía y ecología van subidas al mismo carro a toda velocidad: Los Ángeles.
Si te perdiste la primera entrega, puedes leerla aquí:
Te encontrarás con seres posnacionales, el universo del quiet luxury, unos atisbos de transespecie y los dilemas de una generación que se niega a trabajar.
¿Seguimos con el viaje?
Bonelli Park: entre Ovnis y memorias urbanas incómodas
Hay algo deslumbrante y aterrador sobre el atardecer de Los Ángeles: esa especie de incendio sideral que alumbra las palmeras desde arriba. Una radiación peligrosa, casi un yesquero cósmico con una flama a punto de quemarlo todo. Para los que vivimos en megalópolis encuevadas y contaminadas a 2500 metros de altura como la Ciudad de México, ver una cúpula azul, nítida, con esa pulcritud que tienen los cielos marinos, es casi un acto de contemplación. Por eso pude ver esa luz titilante a lo largo de mi trayecto por las caminerías del parque. Por eso pude contemplarla casi con adoración antes de preguntar qué era.
Desde que salieron las imágenes del Telescopio James Webb (las nebulosas como costas marinas, la colección de cunas y tumbas de las estrellas, esa vista inesperada de la antigüedad del universo) me he vuelto creyente del Dios de Gn 1,2: esa inteligencia universal antes del tiempo y el espacio, puro lenguaje aleteante que los científicos llamaron Big Bang, y estoy más atento que nunca a los fenómenos que ocurren en la bóveda celeste, incluyendo la posibilidad de contacto con otras inteligencias que podrían habitar este vasto y antiguo universo.1
El tema de los Ovnis (llamados ahora Fenómenos Anómalos No Identificados, para desmarcarse de los conspiranoicos) ha vuelto al debate público. Cada vez es más difícil ocultar testimonios, hallazgos, experiencias personales y militares con lo que sea que está al otro lado de la pantalla curve que vemos al levantar la cabeza. Sabemos tanto del cosmos (vivimos, hasta ahora, en un universo con 100 sextillones de planetas y varios trillones de galaxias) que esas notas de prensa esmeradas por desmentir la existencia de otras formas de vida en el universo parecen fake news.
Y no sé si es el estallido de la Inteligencia Artificial, la física cuántica o el tono new agie de la experiencia espiritual contemporánea, pero cada vez estamos más inclinados a hablar de inteligencias (y no tanto de seres antropomórficos tipo ET o Área 51, ni platillos voladores como bandejas de aluminio de restaurante caro) para referirnos a esas entidades que pueden habitar planos temporales y espaciales que escapan a la limitada razón humana.
Yo estaba listo para mi primer avistamiento de un Fenómeno Anómalo No Identificado en el Parque Bonelli de Los Ángeles (California tiene el récord de 12 mil avistamientos de objetos voladores y en esta ciudad ocurrió en febrero 1942 la gran batalla aérea contra supuestos Ovnis o Fanis o ráfagas inexplicables que ocuparon el cielo californiano en pleno pánico colectivo por los sucesos de Pearl Harbor) pero esa luz titilante que me persiguió por la pantalla HD del cielo resultó ser un reflector gigante de Santa Anita Park, un hipódromo que fue un campo de concentración de japoneses durante la Segunda Guerra Mundial. Dicen que está embrujado. Nada mal para mi expectativa de hallazgos extraños y paranormales.
De cualquier manera no pierdo la fe. Tengo de fondo de pantalla en mi teléfono la imagen del Pilar de la Creación (una de las fotografías tomadas por el telescopio de la NASA) y quiero creer que las Momias de Nazca, esos cuerpecillos verdosos de 1700 años de antigüedad que expusieron hace dos semanas en el Congreso de México, son algo más que muñecos para distraer la opinión pública y algo más que ejemplares de una extinta etnia peruana a la que le gustaba cortarse los metatarsos y modificarse el cráneo como los Aliens que vieron en los cines precolombinos de América del Sur.
Además, si de Fenómenos Anómalos hablamos, hay por montones en nuestra áspera (e hipotéticamente única) realidad material. Por ejemplo, Nicolás Maduro cumplió una década en el poder, pululan los negacionistas de la migración climática y todavía hay confianza en las criptomonedas, después de lo de Sam Bankman-Fried.
Santa Monica Pier y la America Homeless
Dicen que el cine, la televisión, el streaming y las redes sociales han transformado el turismo. Ya no son viajes de asombro, como solían ser antes de la mediatización posmoderna del mundo, sino visitas de reconocimiento: uno siempre está regresando a lugares que ya conoce. Aquí están las casetas de vigilancia de Baywatch, la Rueda de la Fortuna que miraron Rocky y los jóvenes adinerados de 90210, el Bubba Gump Shrimp Co., las palmeras elegantes, los cuerpos bronceados y las scooters. No muy lejos de aquí, Arnold Schwarzenegger trabajó sus músculos antes de hablar bien el inglés y Ken, el compañero de la primera Barbie feminista de la historia, conoció el patriarcado.
Estoy frente a lo que llaman un lugar emblemático: ese espacio donde la realidad material se confunde con la escenografía.
Pero salir del muelle por Ocean Avenue y caminar por Tongva Park –un parque a pocos metros de la playa que Google Maps pinta como un oasis de verdor– es encontrarse, casi por error, con el lado más rudo del backstage: meados, marihuana, ropa sucia, cuerpos tirados en el suelo. Y así las siguientes cuadras cocinadas por el sol: carpas, camillas, cartones, carritos de supermercado, maletas raídas. El escenario distópico de la crisis inmobiliaria y del desplazamiento de seres humanos por los altos costos de alquiler. La América Homeless.
Que es culpa de la alcaldesa que no gobierna.
Que es una consecuencia natural del capitalismo.
Que son unos drogos que se lo buscaron.
En este paisaje de esqueletos reducidos por el hambre y la droga barata, en esta danza de objetos rodantes que llevan casas y objetos personales, se deja ver ese elei impagable, costosísimo, que desbarata de golpe el glamour de su propio imaginario.
Se estima que alrededor de 75 mil personas viven en las calles de esta ciudad. En campamentos, en vehículos, en aceras o en bancos metálicos como los de este parque. Cerca de la mitad de los sin techo son latinos. La otra mitad, afroamericanos. El precio promedio de la vivienda en California está un 80% por encima de la media de Estados Unidos (una casita en Los Ángeles no baja de los 750,000 dólares, con rentas mensuales que van de los 2 mil en adelante) y cualquier persona que gane sueldo mínimo tendrá que trabajar el doble para pagar el alquiler de un apartamento tipo estudio o entregar todo su dinero al arrendatario, mes tras mes. Nada que no hayamos visto en los predios del «tercer mundo».
La sorpresa está en la falla técnica de la simulación: se supone que en la ciudad de las estrellas no pasan estas cosas. Se supone que el gran angular de la cámara no capta a estos desechos humanos que rodean como zombies el set de la película. Se supone que tenemos que quedarnos con la postal de las mansiones de los famosos en Hollywood Hills, con las fachadas de las casas de dinero viejo de Rancho Palos Verdes, con la fastuosidad de las torres del Downtown (verdaderas granjas de engorde inmobiliario) y sus semblantes fantasmales después de que cae la noche y se acaban las jornadas laborales.
El centro de Santa Mónica es la versión extrema de ese contraste entre la vida cara y la indigencia. Un problema sanitario, económico, político, pero sobre todo una crisis de identidad urbana.
Esos hombres y mujeres agrupados bajo la etiqueta de los Sin techo vienen a recordar el lado B del ensueño capitalista. Vienen a recordar el olor de la derrota. Y del miedo. Y de la deuda.
Son, de una forma casi violenta, los guardianes de la bahía de la realidad.
Vroman’s Bookstore o el territorio mercantil de la bibliofilia
Entrar a Vroman’s, la librería independiente más antigua del sur de California, es encontrarse con la realización material del concepto de culto al libro. Tiene un poco de las famosas librerías turísticas de las capitales latinoamericanas, como El Péndulo de Ciudad de México o El Ateneo de Buenos Aires, pero con un aditamento que va más allá de su café elegante y su decoración vintage: su capacidad de construir constelaciones de objetos alrededor de las filias de los lectores.
Un libro de vinos, por ejemplo, tiene una estantería completa de copas y botellas. Un manual de escritura viene acompañado de una infinidad de libretas y plumas a elegir. La sección de espiritualidad tiene todas las denominaciones religiosas del mundo –con sus respectivos libros sagrados, devocionales, tratados teológicos y contrapartes ocultistas– y por cada categoría (música, no ficción literaria, young adult, etc.) hay suficiente material para hacerse lector de por vida o un enemigo acérrimo de la sobreoferta editorial.
Creo entender el espíritu de la librería: se trata de llevar el libro al límite del lifestyle, donde leer no significa un acto de excentricidad de unos sujetos con inclinaciones asociales, sino parte natural –incluso inseparable– de la vida cotidiana.
Quizá por eso no percibí ese aire corporativo de cadena de productos procesados, tan típico de las estanterías de bestsellers de Walmart, donde el libro es un objeto abandonado a su suerte al lado de teléfonos chinos, ligas de freno o melocotones en almíbar, sino un aura de amor libresco. Una relación atemporal, amorosa, con las pulpas de papel encuadernadas.
Y esto puede tener una razón.
La librería fue fundada en 1894 por Adam Clark Vroman, un viudo en pleno duelo que, más que una operación financiera, utilizó un medio particular de transmutación de la materia: vendió toda su biblioteca personal para levantar capital y fundar esta librería. La mantuvo por 22 años y, antes de morir, en un acto que ni en los cuentos de hadas del socialismo científico, se la dejó a sus empleados más antiguos, cuya descendencia sigue regentando la librería hoy.
Por aquí han pasado desde Joan Didion hasta Salman Rushdie y todas las semanas hay escritores locales que hacen firmas y lecturas en la sala comodísima del segundo piso. Además, tiene un quiosco gigantesco en la entrada con la selección más hipersegmentada de revistas que he visto en mi vida. Desde el Paris Review hasta manuales a full color de jardinería, desde revistas literarias underground de Chicago hasta publicaciones mensuales de motocross, artesanías en crochet y hospitalidad doméstica. El universo infinito de los oficios y los hobbies.
Antes de escribir estos párrafos, pensé que mi visita a esta librería se iba a tratar del diseño editorial futurista de la mayoría de los libros y de cómo la elección de colores, tipografías y proporciones gráficas separa también la tradición editorial hispana de la anglosajona. Pero no. Terminó siendo una minicrónica de amor por los libros y un acto inesperado de autoconsciencia como nerd con inclinaciones dizque específicas, en el fondo compartidas por muchos.
Me compré dos revistas de escritores (The Writer’s Digest y Writers & Poets) y la última edición de Rolling Stone, tan grande como un coffee table book. Dejé, por prudencia financiera, dos colecciones de ensayos de autores estadounidenses de Phillip Lopate y la edición en inglés de Nuestra parte de noche, de Mariana Enríquez, con la famosa portada de la garra impresa en un holograma al estilo de los tazos de Frito Lay’s, que estuvieron muy de moda a finales de los 90.
Me fui de Vroman’s con la sensación no de haber pisado una librería, sino el universo expansivo de mi propio deseo.
No me perdono no haber tomado una foto.
DoorDash o la teoría del excedente económico
Como tengo meses transitando un trauma financiero y necesitaba plata, hice de delivery todas las noches en LA. Cubrí las zonas de Glendora, Azusa, Anaheim, Pomona. Entregué pizzas, milkshakes, bowls, alitas picantes, con un estoicismo forzado que mantuvo la rentabilidad de la operación a salvo de su mayor peligro: quería comerme toda la comida antes de entregarla. Darme un atracón de pizza de pepperoni como una forma de venganza al sistema. Me relajé repartiendo comida, después de todo. A veces los aprietos económicos tienen sus sorpresas, sus fugas de presión. No solo te permiten explorar cosas que jamás hubieras hecho, sino obtener un beneficio al margen de la economía: salir de ti mismo.
Estar del lado opuesto del delivery me hizo ver las magnitudes del consumo gringo. El señor C., un tipo que monta empresas de Silicon Valley en América Latina, me ayudó a entender el panorama: el bajo riesgo financiero de Estados Unidos acelera las decisiones de compra de la clase media. La gente puede permitirse gastar (y perder) dinero porque el mercado está lleno de instrumentos que te ayudan a reutilizarlo a corto plazo, aun a costa de tu propio pellejo. Hay más oportunidades de ingreso que en todo el continente, pero el consumo va el doble de rápido. Eso y la omnipotencia del crédito crean esta sensación de que todo sobra, de que hay demasiado y el futuro –dígase el compromiso de pago– todavía está muy lejos.
J. tiene un piano vertical con teclas de marfil que encontró gratis en una publicación de Facebook Marketplace. «Pasa todas las semanas», me cuenta. «Lo único que tienes que hacer es buscarlo o pagar el costo del transporte». Y lo mismo pasa con recámaras completas, neveras, mesas, sofás, you name it.2
I. me cuenta de presupuestos para actividades escolares que se pierden año tras año porque no tienen cómo gastarlo.
A. hace Uber en una camioneta Nissan del año que una compañera de la iglesia le regaló como acto de caridad cristiana, después de haber perdido el trabajo.
L. tiene, además de una casa con una piscina y un viñedo doméstico, un motorhome y un Tesla estacionados en un galpón gigante con urinario propio y una exhibición de herramientas que parece una sucursal alucinada de Home Depot.
Hay un excedente económico, un sobrante impensable para nuestras sociedades de América Latina, siempre tan precarias, tan conflictivas, tan ahora o nunca.
Las horas que pasé en el carro recorriendo suburbios infinitos, tocando puertas de mansiones y de casitas precarias cuyos dueños jamás vi acercarse, tomando fotos de las bolsas calientes que dejaba en los garajes con la dignidad algo paranoica del contactless, me sirvieron para aprender un poco de macroeconomía y otro poco de mindset.
Me fui a Los Ángeles con 100 dólares de presupuesto y me gasté 66 en Ross, una tienda de ropa barata donde terminé comprándome unos monos cómodos para el trabajo remoto. Cada vez que entraba a un restaurante y decía Order for en mi inglés oxidado, me recordaba –a mí y a mi estómago– que mi nombre no estaba en esa orden por una razón. Estaba siendo Dasher encubierto para alimentar mi cochinito, enfermo de quiebras y deudas mal manejadas. ¿Cómo no usar la lucidez del TEPT para mantenerme firme frente al monstruo de la gratificación inmediata?
Creo que lo que hace peligroso todo viaje a Estados Unidos es la proporción entre el deslumbramiento y la disponibilidad presupuestaria.3 En otras palabras: estar frente a tanto con tan poco. Tener a la mano una línea de crédito y todo un mundo de deseos por satisfacer, tan fácil, haciendo tap y no más. Me lo pagas después. Claro.
Al terminar la última entrega –una mujer que pidió un sandwich de pavo desde el Hotel Marriott y me formó un peo de 58 segundos por teléfono porque no se lo dejé en la puerta de su habitación, sino en el lobby– me encontré con la revelación más odiosa que he tenido frente a la estantería de mis deseos materiales incumplidos:
El excedente económico es estructural, pero el trauma financiero es un subproducto mental.
En otras palabras: el sobrante es del sistema, pero la falta es tuya.
Esta fue la segunda de tres entregas de la serie LA-tinoamérica sin frenos (o Los Ángeles: la ciudad del futuro acelerado). Si te gustó, compártela en tus redes o reenvíale este correo a algún amigo natural que lo pueda disfrutar tanto como tú.
En el próximo despacho: la fauna peligrosa del metro, el vector de aburrimiento estadounidense en un restaurante de panquecas, un concierto nostálgico de Rubén Blades y otros gatillos más para pensar, analizar, reírse y criticar.
No te pierdas la tercera y última parte, el viernes 13 de octubre. ¡Gracias por leer!
Soy un aficionado de la ufología. De niño me compraba las revistas de Ovnis, fenómenos paranormales y criaturas extrañas que desfilaban en las cajas de pago del supermercado. Luego caí en los libros de Von Daniken –sí, también tuve mi época de buscar fenómenos extraterrestres en la Biblia– y donde vea una noticia de criaturas extrañas, naves no militares o luces que cruzan misteriosamente el campo visual, las acumulo con el mismo interés con que lo hacía esas tardes al salir del colegio.
Yo vengo de… Ni lo voy a decir. Pero sí fui (¿soy?) pianista y recuerdo que mi tío Tulio dejó el pellejo para aprovechar una ganga de un piano Kawai que le compramos a una vieja pichirre en Fundalara. ¿Cómo imaginarme una ciudad donde dan pianos gratis?
Como símbolo del autocontrol financiero tengo la imagen infantil de Ruth, mi esposa, que fue por primera vez a Los Ángeles cuando tenía diez años, con 10 dólares en la mano. Fue también a Ross, se compró unas camisas y le alcanzó para un rascaespaldas de Winnie Poo. Volvió a Venezuela feliz, con esa satisfacción casi mística que da el haberse creído a sí misma que «mañana sí».
La mitad de mis clientes son de Los Ángeles, y tengo tantas pero tantas preguntas sobre ese lugar... leerte de alguna manera va de a poco mostrando esa parte del mapa de Age of Empires de mi cabeza.
Gracias chamo