El club de los cuerpos rígidos
En esta entrega de Inteligencia Natural hablaremos de la parálisis erótica contemporánea, la caída del placer físico en la rigidez narcisista y las discotecas como espacios de frustración y anestesia.
Hace unos meses me llevaron a una famosa discoteca en la Ciudad de México. Y digo «me llevaron» porque no fue un plan espontáneo de disfrute: fue una especie de encargo que le hice a unos amigos fabulosos en virtud de mi curiosidad por la música urbana contemporánea. Mi propósito era ese: explorar los sonidos del mainstream latino en vivo y directo, no en la pulcritud ensayada de los conciertos, sino en el campo desordenado y repetitivo de las discotecas.
La noche, para mi sorpresa, pasó de exploración musical a observación participante de la caída libre de una serie de cuerpos hacia la embriaguez y el despilfarro sin haber pasado jamás por el contacto físico. De pronto me interesó ver cómo iba mutando el Eros en este centro nocturno de adoctrinamiento hedonista. Y, sobre todo, verificar el contraste entre el fraude de las pantallas y la fluctuación de la energía erótica en el reverso, donde está la realidad-real, donde «la disco» no es una escenografía de video estimulante, sino un verdadero centro de acopio de cuerpos estresados buscando algo que se ha perdido.
Todavía no sé muy bien qué es eso que se nos perdió, pero más vale no seguir lloviendo sobre mojado y pasar al grano de esta entrega. Pongan la playlist narcótica de su preferencia y disfruten de esta crónica de una noche en una discoteca cibercapitalista, un despacho especial que cierra el viaje editorial de Inteligencia Natural en su segundo año.
Serán dos partes: esta y la del viernes 29 de noviembre. Así que suscríbanse –si todavía no lo han hecho– para recibirla en su correo cuando toque.
A gozar.
El club de los cuerpos rígidos (Parte 1)
Los cuerpos se frotan unos a otros bajo una luz epiléptica. El bajo de las bocinas retumba en el pecho al borde de un paro cardíaco. Los hombres agarran las cinturas de las mujeres con una mano y con la otra levantan vasos plásticos con cerveza en señal de celebración bestial. Las caderas se quiebran de maneras que no había visto antes y un remolino de glúteos en movimientos circulares y espasmódicos que a ratos invocan un simulacro pornográfico y otras un trance vudú bajo patrones rítmicos sensuales y obstinados llega a mí por la gracia de mi cédula de identidad falsificada que me permite entrar por primera vez a una discoteca y ver este baile sudoroso que me enciende y me aterra al mismo tiempo. Sé bailarlo y no sé cómo. Es un registro anclado en mi ADN cultural. Un dato remoto que viene por el camino escarpado de mis ancestros. Este temblor en la ingle, esta forma de agarrar cinturas, estos pies que hace diez minutos parecían de Forrest Gump, ahora se mueven con soltura frente a un ser vivo que está en cuatro patas bailando la música de un tal Daddy Yankee. Esto es el perreo, pero esto es 2004.
El recuerdo llega envuelto en el humo artificial de una máquina cuyo escondite jamás llegaré a descubrir, entre luces púrpura como supernovas dando vueltas en el techo y grandes pantallas con secuencias de video de un R2D2 en pepas bailando música electrónica entre líneas espaciales construidas con luces LED. Se supone que estoy en el mismo club donde Bad Bunny hizo su after party hace meses, donde han ocurrido avistamientos confirmados de Arcángel, Raw Alejandro y Bellakath, pero no hay un solo rastro puro de aquello que alguna vez se llamó perreo. El flashback difuso de aquellas pelvis, manos y bocas en fricciones intensas regresa como hipótesis de investigación para intentar atajar el estado de la energía erótica dos décadas después en su lugar de despliegue socialmente aceptado: las discotecas.
Esa será, grosso modo, la premisa de mi visita a este antro cibercapitalista, aunque todavía es muy temprano para saberlo. Son las 11:30 de la noche, el club no ha abierto y lo único que sé es que ya estoy arrepentido. No se lo digo a mis amigos, a sabiendas del esfuerzo económico y logístico que implicó traerme, pero daría todo por no estar aquí a esta hora fatal en que ya se me ha pasado el efecto de la oximetazolina y mi cuerpo empieza a resentir no solo la rinitis alérgica y el estrés demencial de la semana, sino el estar fuera de la cama perdiendo horas valiosas de rehabilitación que se volverán en mi contra cuando mi hija venga con su fascinación primaveral por la vida a sacarme de la cama a las 7 de la mañana para jugar.
La entrada al club está protegida por una cadena de tres dedos de grueso y un muro de guardias con caras espantosas y pequeños cables telefónicos saliendo del oído izquierdo al estilo del agente Smith (uno de ellos me escoltará al baño en unas horas en contra de mi voluntad, quizá confundiéndome con un cantante de cierta fama local o con un operador financiero del narco, a juzgar no solo por la estética clásicamente desafiante que reproduce mi combinación de coleta engominada con barba brutal de aqueménida, sino por la tendencia inevitable de mi compañera a parecerse a Griselda en el Mutiny de Miami, con su blazer blanco y sus rizos esponjosos que dan miedo; «cualquier cosa que ocurra, estoy a sus órdenes, patrón», me dijo el tipo después de esperarme a que saliera del baño, sin persecución posterior ni miradas incisivas por la propina. Nunca entendí.).
Nos abre la cadena del club un caballero del tamaño de Armando Manzanero, con su misma contextura y donaire, más o menos de la época de Nada personal y creo que puede ser el «Juvenal» que nos mencionaron en la llamada de reserva. Nunca lo sabremos, pues nos conduce con disciplina protocolar hasta la recepción, donde un hombre obeso nos cobrará 15 dólares de entrada y una mujer pequeñísima, vestida de negro cerrado como cajera de un banco gótico, nos pondrá un sello de luz negra en la muñeca izquierda. Todavía estoy procesando por qué había una foto de Pelé con la inscripción C’est la fucking vie en neón rosado en el vestíbulo. A veces los clubes tienen combinaciones discursivas algo kitsch que resultan casi siempre inexplicables, a no ser por la aplicación torpe de criterios de austeridad presupuestaria o por los caprichos estéticos de los socios, cuyo derivado universal suele ser eso que llaman «mal gusto».
Después de pasar un túnel iluminado con barras de neón llegamos a la explanada auditiva (llamada antiguamente «pista de baile»), en cuyo extremo meridional está la mesa de la cual no nos levantaremos el resto de la noche. Hay poca gente todavía. Eso me permite medir el perímetro y la composición social del lugar, dominado a esta hora claramente por dos grupos: 1) los meseros y guardias de seguridad, diferenciados entre sí por la contextura física (los guardias tienen el tórax unas 2,5 veces más grande que los meseros) y por los mandilones negros que llevan los primeros, cuya tersura disciplinaria completa la imagen de aquel banco gótico que imaginé en la entrada; y 2) una colonia de asiáticos jóvenes jugando piedra papel o tijera en monos deportivos.
Uno de ellos tiene una sudadera negra con la inscripción Balenciaga en tipografía 85 en la parte de atrás y no me atrevo a decir que es imitación. Al menos no en este lugar, donde una botella de Bacardí blanco cuesta 200 dólares. Nuestro mesero, un hombre maduro con alopecia severa y porte de galán precarizado del Cine de Oro mexicano, nos presiona con una pequeña linterna de luz blanca a elegir una botella en el menú. Mi ojo entrenado matemáticamente para identificar en cuatro segundos el ítem de la lista con mayor potencial de ahorro elige el «servicio» de Bacardí: la botella básica que se encuentra en el Walmart por 16 dólares más seis latas de Coca Cola caliente tamaño infantil. Este bar tiene la mala fama en Google de adulterar las bebidas con sustancias psicotrópicas, por lo cual veré con desconfianza la batea gigantesca con cubos de hielo que hace las veces de centro de mesa y pediré a nuestro Tizoc que utilice la misma linternita policial-capitalista para demostrar el sellado y la apertura del sellado de la botella en nuestra mesa y no antes.
Son las 12:10 y el club se ha llenado muy rápido. El Dj es un personaje oculto tras la máquina que arroja nubes blancas cada cierto tiempo. Contra todo pronóstico, tiene cierta actitud monacal. Supongo que es socialmente reprobable o en todo caso vintage retornar a los antiguos Dj's de las discotecas que iban narrando la cachondez exponencial de las parejas, anunciaban concursos de batido de caderas, llamaban constantemente a la reafirmación sexogenérica a través de alaridos y gritos grupales, o simplemente iban «animando» la fiesta con repertorios de frases sexistas e invocaciones publicitarias del goce.
La peculiar actitud laboral y casi abstinente del Dj puede tener que ver con el rigor del trance de Europa del Este, que es la música que predomina en esta primera hora a sala llena. Podría pensar, bajo mi estructura caribeña de la fiesta, que este set un poco extenso de electrónica es la rutina de calentamiento de la noche, pero me doy cuenta de que la noche ha avanzado muy rápido: ya hay bocas abiertas recibiendo chorros veloces de champaña y grupos sub-20 tomando alcohol desde un extintor de incendios. No he visto una sola pelvis restregándose a otra, pero ya puedo medir la velocidad de la economía nocturna en las botellas que van y vienen por encima de las cabezas de los asistentes. La obsesión por calcular la rentabilidad promedio de un local como este, especialmente bajo la premisa agobiante de haber pagado 1250 % más por un destilado regular y un servicio de mesa deficiente, me perseguirá el resto de la noche.
Mientras escribo esto caigo en cuenta de que todas las discotecas tienen algo hostil en el fondo y, salvo traer más tarde mejores argumentos, creo que esa hostilidad viene de dos cosas: la angustia laboral perenne y el tener que pagar sobreprecio por divertirse. Es un acto irracional y en cierta medida violento, porque es un entretenimiento a la vez demasiado breve y demasiado caro. En dos horas ya hemos tocado el techo de la borrachera colectiva. ¿Cómo es posible que haya ocurrido tan rápido? Sin roces, sin cachondeos, sin insinuaciones corporales de ningún tipo. La única respuesta lógica a estas alturas está en la posible mutación de la función social de las discotecas. Tal vez ya no son lugares de contacto sensual entre conocidos y desconocidos, con su respectiva liberación de energías eróticas con matices carnavalescos, sino centros de rehabilitación nocturna donde las clases trabajadoras –mejor conocidas como «el proletariado cognitivo»– vienen a drenar tensiones entre bocinas con rangos decibélicos excesivos y rutinas de ingesta de alcohol al borde del embrutecimiento.
Por eso este lugar me parece tenso (y por eso todas las discotecas me parecen tensas): porque, a vuelo de pájaro y con una fosa nasal completamente obstruida, puedo atreverme a conjeturar que este club forma parte del circuito capitalista de lugares cerrados destinados a la terapia o al castigo a partir del vector tiempo y cuerpo: psiquiátricos, cárceles, hospitales, malls y discotecas. Seguramente estoy errando en un montón de cosas, pero para mí tiene todo el sentido que las discotecas sean así en México, el país que más trabaja en América Latina y el segundo más explotado después de Japón. Las incontables horas que la gente destina al día para someterse a las presiones laborales son inversamente proporcionales al tiempo que durarán en sobriedad para drenarlo.
El malestar del análisis ¿sociológico? es suspendido de pronto por la llegada de nuestros vecinos de mesa: ocho hombres asiáticos vestidos con joggers y camisas de satín negro al estilo Ricky Martin en los tiempos de La vida loca, un poco más viejos que los jugadores obsesivos del piedra papel o tijera que vi hace un rato. Sospecho que son tailandeses o filipinos, porque tienen unos grados más de melanina en la piel y cierto desparpajo agresivo, distinto a la rigidez reverencial y macabra de los chinos corporativos que suelen caminar por el distrito financiero de la Ciudad de México.
La mirada dura, desafiante, del que parece el homenajeado del grupo, me recordó a Chong Li, el archienemigo de Jean Claude Van Damme en Contacto sangriento, la película cuyo dramatismo arruinó por completo mi ya lamentable desempeño en las artes marciales infantiles. En menos de tres minutos les traen una botella de tequila Maestro Dobel Diamante de cinco litros con una luz de bengala gigante y no pasará mucho tiempo para que sus rostros parezcan golpeados hasta la deformidad por un héroe belga en un dojo clandestino de full contact, pero esta vez producto de los caballitos traicioneros que de una forma seguramente maquiavélica ese mesero famélico con un perverso aspecto aniñado se encarga de llenar cada cinco minutos.
A las 12:37 suena Pepas, pero adulterada con una pista de tecno pesado. No veo a nadie bailando. A pesar de que el Dj hace efectos de estimulación sonora con los bajos e intenta mezclas algo torpes de ritmos, nadie mueve un milímetro del esqueleto. Le atribuyo, todavía inocentemente a esta hora, dos causas a este extraño fenómeno: la primera, de índole musical, por la aparición breve, casi fantasmática de la pista de Farruko en un paisaje tecno un poco monótono que fue abortada antes de que Pepas llegara a su propio clímax estructural, lo cual me hace, por un lado, sospechar de cierta negligencia poiética del Dj y, por otro, transferir la rectitud laboral que le atribuí antes a una conducta sostenida de inseguridad. La segunda, de índole hormonal y androcéntrico: hay una enorme, casi incómoda concentración de testosterona en el club. La población masculina supera al menos cuatro veces la femenina, razón suficiente para considerar este lugar como una especie de variación infernal de lo que en Venezuela se llamaría «una fiesta de bomberos»: un paisaje desértico letal para cualquier posibilidad de disfrute erótico balanceado.
Ahora suena Mayor que yo (Parte 2), pero adulterada con música electrónica al estilo del nuevo Tiesto. La mezcla, en cierta medida imprudente, es suficiente para confirmar mi tesis de la inestabilidad emocional del Dj y su relación directa con el paisaje recargado de testosterona. El estribillo «Llegó tu gallo, a que te guayo/ El guaraguao se va comer el guacamayo» toma de pronto una connotación inquietante.
Vuelvo a mirar y no hay parejas a la vista. Estoy buscando la lascivia, pero no la encuentro. Paradójicamente, el único que parece romper la planicie de antierotismo es un guardia de 2 x 2 metros que pelea consigo mismo para no perder la compostura y ponerse a bailar entre los jovencitos. Lo sé porque su cabeza marca con exactitud los tiempos fuertes y su grueso cuello de anaconda ondula de una forma casi asquerosa en las curvas melódicas de la canción. El paso de una gigantesca botella de Hipnótic con luces de bengala, la actitud verdaderamente maligna con la que ese muchacho con chaqueta estilo Burberry distribuye el extintor lleno de alcohol en las bocas ya extenuadas de sus compañeritos y el final nuevamente abortado de la canción de Wisin y Yandel me obligan a lidiar con una verdad amarga: el Eros ha perdido el gobierno de la noche.
A mí me está costando horrores bailar, no crean. Si no estoy obligando a mi barriga a mantener un balanceo circunspecto para evitar el ridículo a toda costa, estoy ocultando con pasos robóticos y excéntricos la enorme vergüenza que me da querer bailar como en el fondo me gustaría: con el mismo desparpajo con que movía las caderas y bajaba al piso restregando la pelvis sobre el bluyín pegado de una morenaza en medio de la tormenta melódica del primer Daddy Yankee. Descubro entonces que aquel flashback salió al principio de la noche por una razón: para anunciar la rigidez que también vive en mí. La emigración, los fracasos laborales, el fantasma de mi papá con sus corbatas almidonadas, la paternidad torpemente ejercida, la quiebra financiera, la masturbación, los broncoespasmos, los ideales literarios, las valerianas, todo ha configurado poco a poco este paisaje de rigidez corporal que hoy proyecto como una totalidad sobre este antro cibercapitalista.
Y me van a dispensar, pero no pienso restarme razón. Si Bifo Berardi supo ver que con la crisis financiera mundial y la aceleración asfixiante de la tecnología el cuerpo terminó por dividirse del cerebro, partiendo respectivamente a los territorios del trabajo subpagado y a los búnkeres virtuales y financieros que coexisten cómodamente con la miseria y la guerra, yo estoy 100% convencido de que lo que veo (y siento en «carne propia») en esta discoteca es, precisamente, la danza inmóvil de un cuerpo descerebrado y un cerebro que no baila porque está ocupado en pensar cómo articular una crónica gonzo para lanzarla al ciberespacio de los newsletters.
Too much. Sigamos.
Es la 1 de la madrugada y tengo la segunda fosa nasal totalmente obstruida. Quizá el ron blanco me cortó el efecto de la loratadina. Quizá tenía que caer en un verdadero estrés respiratorio para afinar mi vista al extremo. La incomodidad del análisis hormonal o sociodemográfico se combina ahora con una inferencia que se me antoja exacta: el porcentaje de hombres que tendrán sexo hoy es enormemente bajo. Uno de los vecinos asiáticos, con lentes de sol y cierta bobería al estilo del Psy de Oppam Gangnam Style, remoja una chupeta roja en un trago. El amigo que tiene al lado, y el que creo que es el más gordito del grupo por el extraño tensado que crea el tejido adiposo en el satín de la camisa, está hundido en una conversación por Instagram. Los ocho hombres están rodeados de mujeres muy guapas que vienen a acaparar la mesa llena de caballitos de tequila. Las luces en flash, que fragmentan las escenas en el cerebro de maneras a veces desesperantes, me hacen corregir la película y ahora ya no me siento en Hong Kong, sino en una versión geolocalizada y hasta cierto punto infantil de Rápido y Furioso Tokio. No tardo demasiado en darme cuenta de que mis vecinos asiáticos son los proveedores más desprendidos de alcohol que llegaré a conocer jamás: ningún grupo femenino se quedará con ellos más de 20 minutos, después de haber consumido unas cuatro rondas y desaparecido en los humos blancos de la máquina del DJ-monje.
Puedo verlo todo desde aquí. Puedo, de alguna manera sin duda cruel, tener acceso a todo lo que sucede en la explanada auditiva del club. Mientras veo al guardia del cuello de anaconda hacer sus contorsiones disimuladas pienso que la vigilancia excesiva le da un toque paranoico a la discoteca y confirma mi tesis de la hostilidad. Perdidas todas las posibilidades de apareamiento, en el cálculo de todos los orgasmos que no ocurrirán esta noche, se esconde una nube negra de peligro, de violencia potencial, de ira no canalizada que encaja a la perfección con el Acid House obsesivo del Dj. ¿Quién podría tirar con esta música? ¿A quién le provocaría acercarse sensualmente a otro cuerpo con una base rítmica que suena a un traqueteo demencial de motores industriales? Mientras una canción de Don Omar proponía ciertas distensiones eróticas, estos bucles de sonido siniestro, al borde del éxtasis sin cuerpo, se me antoja la invocación perfecta de una catástrofe.
Admiro y temo el trabajo de estos guardias: gestionar el lugar donde la gente intenta salir de sí sin lograrlo. Administrar este océano de orgasmos reprimidos bajo luces de epilepsia. Hace poco se difundió la noticia de un mesero venezolano, politólogo de profesión, que terminó en una cárcel de Cancún por estar presuntamente vinculado con la desaparición de dos personas en el bar en el que trabajaba, un hecho que a todas luces demuestra las dos caras más salvajes de la noche mexicana: disputas de plazas entre carteles del narco y la aparición de nuevas de víctimas inocentes. Eso me hace suavizar mi crítica hacia el modelo económico de estos lugares: la rentabilidad quizá no es tanta como pensé, porque tendría que contemplar como costos fijos todos los excesos de gente potencialmente horrenda y peligrosa en el transcurso de la noche. Esta Coca Cola enana y caliente cuesta lo mismo que en un All Inclusive a la orilla de la playa porque incluye en su precio todas las posibles tragedias hipotéticas que pueden ocurrir en siete horas de tensión, alcohol, humo artificial y trauma acústico. Pienso que la música estresante que suena en las bocinas es de pronto la banda sonora de esas catástrofes potenciales expresadas en la lista de precios inflados del menú y todo toma una nueva perspectiva quizá demasiado excesiva y rebuscada para tratar aquí.
De lo que sí puedo dar fe es del efecto opiáceo que produce esta música cuando ha agujereado las últimas resistencias del estrés a punta de repeticiones profundas. Ese sonido llano, simple, incluso predecible, con una fórmula en serie construida con una librería de aproximadamente siete sonidos y en una interfaz milimetrada donde se arrojan patrones de melodías y ritmos lo suficientemente breves para no agredir el espacio saqueado de la atención contemporánea, opera al final como repetición de mantra o de terapia. No son estructuras musicales que exigen tu compromiso (sensorial, afectivo, intelectual, lo que sea) para completar su interpretación, sino cápsulas breves de goce, de gratificación instantánea y sobre todo de satisfacción de una necesidad muy primitiva: el refugio en algo conocido.
Sin embargo –y aquí creo que reside una parte de lo siniestro de esta música– es un sonido agitador, con descargas de baja frecuencia que buscan arrojarte hacia algún lugar fuera de ti, a alguna acción imposible de concretar físicamente, pero con suficientes bucles de repetición para mantenerte inmovilizado en el placer de la anestesia, a veces con momentos de ira festiva y de fugaz animalismo hormonado –lo siento muy claro cuando explotan los kicks y los bajos 808 en las pistas de trap, por ejemplo. Si digo que es una música deserotizada, ansiosa, estéril, una verdadera ilusión de movimiento en un gran sabana de parálisis, estaría remitiéndome al campo ideológico, cultural y político en que ella misma está siendo producida, pero Dios mío, quién me va a regresar de ahí si me adentro más en el próximo párrafo.
Por suerte mía y de ustedes, en esta discoteca empieza a sonar Chulo Pt. 2, de Bad Gyal, Young Miko y Tokischa, una invocación bisexual a un cuerpo ausente llamado «Chulo», cuyo virtuosismo extravagante en la fornicación es mencionado durante toda la pieza por tres mujeres que, a juzgar por el video que aparece en la pantalla gigante de la explanada, en realidad no quieren tenerlo cerca. Cuando al fin atajo la propuesta narrativa del video –una noche de derroche financiero con aviones privados, limusinas, chefs, abanicos de billetes de cien dólares, copas rebosantes de champaña y una segunda cámara que graba todo con técnica de cinéma verité– entiendo la rigidez en el ambiente y en los cuerpos como una representación estetizada de un feed.
Ya sabemos que nadie vino aquí a bailar, sino a desfilar en esa pasarela invisible entre la mirada del otro y la autocomplacencia narcisista. El alcohol, sin dudas, es la sustancia que lubrica ese paso y lo acelera. Y los teléfonos, por supuesto, todos alzados ahora en decenas de transmisiones simultáneas en vivo por Instagram. La mirada indiscreta (que no lasciva) que recibo de una jovencita idéntica a Nicky Nicole con tres grados más de escote y que bebe de una Moët & Chandon Imperial que acaban de destapar en celebración de un cumpleañero bañado en sudor y con el atuendo de dealer mayamero ya desecho, se me antoja no como una invitación a nada, sino como el placer estéril de una mirada que se ha encontrado con otra, casi la confirmación analógica de un like. Sé que no hay gusto ni seducción en este gesto, sino la confirmación neurótica de que la mirada sigue ahí. La satisfacción del consumo del otro en vivo y directo.
Mi nueva ronda de análisis rebuscado es interrumpida ahora por el que consideraré el primer gran obsequio de la noche: una pareja de extranjeros de mi edad vestidos con ropa de gimnasio y cierta actitud depravada, en la medida en que pasan del simulacro de sodomía a amagos de pareja swinger (vi al hombre, un pelón moreno de 1,90 con shorts de tela sintética y zapatos Air Jordan blancos, entregarle un billete de 100 dólares a los vecinos filipinos-tailandeses mientras su mujer le meneaba la cadera a Chong Li y le hacía un corazón con los dedos al Psy de la chupeta en el trago).
Esta pareja me resulta absolutamente fascinante y en cierta medida trágica por los dos vectores que dispara casi en simultáneo: a) El contraste del simulacro de sadomasoquismo hardcore sobre la gran llanura antierótica del club y b) La incongruencia en los criterios de acceso a este tipo de clubes, dado que no hace mucho tiempo se viralizó una polémica por el rechazo en la puerta de un influencer mexicano con rasgos étnicos muy marcados y una de las recomendaciones previas estilo Trip Advisor es ir «muy bien vestido» al club, consejo que cumplí al pie de la letra al ponerme la única ropa formal que tengo desde hace dos años, a medio camino entre el agente de seguros y el ejecutivo medio de Silicon Valley, aunque Juvenal y su prole me hayan confundido probablemente con un operador del CJNG.
Lo otro que hace esta parejita licenciosa es mostrarme un aspecto peculiar de la población del club sobre la variable del baile que había permanecido oculta a mi mirada: solo los mayores de 40 bailan. Los reconozco rápidamente por la alopecia de monje en la cabeza y/o las patas de gallina en los ojos. Hay menos colágeno, pero más erotismo. Ese abismo corporal, ese puente roto entre la carne todavía blanda y la rigidez del cristal, es lo que nos separa a los millennials de los Gen-Z, lo cual viene a redimir una pequeña angustia residual que me produjo imaginar a un fanático de la salsa y el rock en la barra de Clandestino en 2004 haciendo su etnografía artesanal conmigo durante aquel episodio de bailoteo adolescente: entre su salsa y mi perreo no hay tanta distancia como entre mi perreo y el tecno adulterado de esta noche.
La hipótesis sobre esto último va a parecer descabellada, pero tengo que entregarme por completo a la inferencia: nuestros sistemas cognitivos (hablo de los plus 40 y los que ya estamos rozando esa categoría) no estaban todavía tan conectados a la descarga brutal de estímulos del capitalismo cibernético en el momento en que el córtex cerebral experimentaba su fase final de maduración, lo cual –y no me pidan que explique cómo, porque no lo sé– deja un espacio libre y quizá más sano a la carne y al deseo imposible de recuperar en los búnkeres virtuales comecuerpos. No sé si deba decirlo, pero la parejita cuasi swinger –y los pocos zombies cuarentones que perrean en los intersticios de la inseguridad musical del Dj– se me presentan como hauntología pura. El retorno de una promesa perdida, un mundo anterior que no tenía permiso para esfumarse tan pronto.
Si acaso te interesa como a mí seguir leyendo sobre la música urbana contemporánea y ahondar un poco más en la muerte del perreo –entendido este no solo como simulacro coreográfico de una copulación animal en un espacio público con exceso de ruido, sino como emblema de una época clave en América Latina–, te invito a leer esta otra entrega de Inteligencia Natural.
Que bueno!!!!
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