Criar sujetos políticos y otros conflictos del mundo adultocéntrico
En esta entrega de Inteligencia Natural hablaremos de la crianza desde la teoría política, conoceremos un dispositivo para callar niños y revisaremos el drama de la ideología adultocéntrica.
Criar sujetos políticos
Hasta hace poco pensaba que los niños eran como las mascotas: pequeños seres vivos sin voluntad, dispensadores de una ternura ilimitada, sometida a los caprichos inestables de los adultos. En mi peculiar cosmovisión los niños no eran animales, desde luego, sino versiones primitivas de un humano futuro que, como los adorables compañeros de cuatro patas, formaban parte ya del entramado afectivo de la familia. Todo cambió cuando Anastasia, mi hija, hizo su entrada triunfal al lenguaje. En cuanto «la bebé» superó la fase del balbuceo y nos permitió a todos acceder a su complejo universo mental, me di cuenta de que tenía en la casa no a un mamífero vulnerable, sino a un sujeto empoderado con voluntad, imaginación, capacidad argumentativa y habilidad para negociar. En otras palabras: un adversario.1
La luz me llegó en una tienda de ropa infantil en el Centro Comercial Parque Delta. Al lado de las prendas, pegada a la pared con adhesivos, había una cinta métrica adornada con animalitos de safari y arabescos color arcoíris. Para entonces, ya Anastasia se había negado por completo a dormir en su habitación, era capaz de proyectar su estado anímico en la elección de sus pijamas, podía especular acerca de las veces que se había lavado el pelo en la semana (y usarlo como argumento para no bañarse otra vez) y comenzaba a desarrollar cierta consciencia fóbica en torno a la alerta sísmica de la Ciudad de México. Esa tarde, para elegir la prenda de su talla, le pedimos que se parara en el medidor de estatura de la pared y ahí, como un relámpago, ocurrió la revelación: estoy obligado a negociar con un sujeto de 0.90 metros.
La teoría política presupone la existencia de intereses y poderes contrapuestos en un mismo territorio que requieren ser gestionados para alcanzar cierto nivel de convivencia y orden. Si lo llevo al plano de la teoría narrativa, entiendo la política como la trama que explora el origen de la tensión entre el protagonista y su adversario: el deseo. No existe la política (como no existe el conflicto narrativo) en el paraíso de los deseos satisfechos. En otras palabras: hay historias y hay sistemas de gobierno porque los deseos de unos afectan los deseos de otros o porque estos y aquellos quieren lo mismo, aquí y ahora. En otras otras palabras: hay un peo que necesita ser resuelto. Mi casa (en lo sucesivo La República o El Cuento) es el territorio donde tres sujetos deseantes deben buscar la forma de convivir en paz bajo las reglas del amor filial.
Yo soy hijo de la era de la paternidad severa, del totalitarismo occidental adultocéntrico (que es la forma elegante de decir padres coños de madre) y me tocó ser papá en la era de la crianza responsable, la lactancia prolongada y las masculinidades-otras. Crecí en un país hiperpolitizado, del género surreal-bananero, donde la democracia no era un asunto de libertades, deseos y voluntades divergentes, sino una rumba interminable donde unos mercenarios disfrazaban sus intenciones dictatoriales (y luego criminales) en el carnaval de lo «participativo y protagónico». Mis padres fueron padres en esa maraña cultural y política y la resistieron –o la replicaron– a su modo. Y yo pude hacer lo mío, pero me abstuve. La gran amenaza a los padres represivos de la época era la Ley Orgánica para la Protección del Niño, Niña y Adolescente, la LOPNA, un instrumento que permitía a los hijos denunciar los maltratos y llevar a sus padres a la justicia. No fui de esos. Fui un feliz oprimido. Un ciudadano-hijo obediente.
Anastasia nació en el año del estallido del Me Too, pasó sus primeros meses en una pandemia mundial y ya sabe tomar retratos con el iPhone y saltarse anuncios en YouTube. Y no sabe leer y no llega a cuatro años. Lo que vi aquella tarde en la tienda de ropa lo sigo viendo todos los días: jamás podría usar los mismos métodos que mis padres. Tengo que cambiar el sistema de gobierno si quiero que esta institución ancestral llamada «familia» funcione. Y qué ironía decir esto en la fase más despolitizada de mi vida como emigrado: me estoy enfrentando a un desafío de gobierno en mi pequeña polis.
Es así como, con tropiezos y no pocos impasses entre la madre y yo, hemos llegado a la conclusión de que estamos criando a un sujeto político que desea, imagina, recuerda y argumenta, y no a un pre-humano desvalido y sin derechos. «La República tiene límites», me dijo Ruth una vez y me parece una forma inteligente de plantear la crianza no como una opresión constante a un ser inferior, sino como un juego infinito de negociación de deseos sobre un territorio compartido. Los tentáculos terribles de la LOPNA chavista no pueden llegar adonde estoy, pero creo que no hará falta ni un escándalo populista ni trabajadores sociales inspeccionando obsesivamente las casas en busca de maltratos. Estos pequeños sujetos políticos, con medio tutorial de YouTube y un reel repetido en bucle, van a saber muy bien cómo cancelar a sus papás «por tóxicos». O cómo arrebatarles el poder a punta de sofisticadas estrategias afectivas. Gobernar casas (y por qué no, países) se va a parecer mucho a lo que ya es ahora: convencer a gente que piensa más rápido y siente más «intensamente».
El mundo contemporáneo va tan rápido que mejor atajar sus sinsentidos en píldoras breves. Aquí tres notas mentales sobre un tema (o varios) desde la urgencia de la ociosidad.
Baby Mute. Un dispositivo para callar niños. Una máscara con aislamiento acústico y entrada de aire para mantener a los infantes silenciados en largos vuelos o mientras los papás ven sus películas favoritas. Tras millones de reacciones (muchas de rechazo y otras de agradecimiento), se develó que era una broma pesada del comediante canadiense Brad Gosse2. Más allá de lo fake, la huella digital de este producto –y de los comentarios reales de los papás– apunta a una cosa constitutiva del imaginario adultocéntrico: hay seres que necesitan ser silenciados para que los adultos puedan hacer sus vidas tranquilos. Soy dueño del silencio de mi hijo y del trauma de su despolitización. Cómo no.
Niños mascotas. Este se llama Toddler Leash y lo compré con descuento en Mercadolibre. Su diseño es simple: un cable plástico color pastel con dos brazaletes en los extremos, uno para la muñeca del niño y otro para la del adulto. El brazalete del niño está asegurado con un cierre mágico y un broche que se abre con una pieza magnética que, en sutil metáfora de control afectivo, permanece en la muñeca del representante. Tiene hasta tres metros (creo) de «libertad» de movilidad del niño y, visto desde lejos, parece una forma tierna de cargar una mascota humana. Ruth propuso comprarlo para cuando Anastasia estuviera con sus abuelas, mujeres de mucho aplomo pero con artritis. Mi hija se lo dejó poner dos veces, a regañadientes, y ahora es un juguete que usa para amarrar a sus peluches. Magnífica lección, hija. Gracias.
La fórmula de la frustración. Cada vez que veo a mi hija agarrar rabietas descubro más aristas teóricas de la desilusión. Sé que sus estallidos emocionales están atados a una premisa a la vez simple e implacable: la capacidad de desear versus la incapacidad de satisfacer el propio deseo. Pero, ¿no sufrimos eso todos los que nos consideramos autónomos, mayores de edad y «de este domicilio»? Me parece que esta es la ecuación sobre la cual se asienta la impotencia adulta, sobre todo en el contexto de la caída de las promesas de la clase media. El eslogan «Para todo lo demás existe Mastercard» no es solo poderoso en su efecto comercial, sino insospechadamente exacto en su filosofía: somos seres de consumo intentado acortar la brecha del deseo a punta de líneas de crédito. Para «todo lo demás», que es lo que habita en esa zona gris de frustración y gratificación inmediata, existen las deudas, las millas acumuladas y los meses sin intereses. Como mi hija no está en edad de usar productos financieros, su ira (eso que emerge de la brecha) suele ser muy real y descarnada.
Una columna de exploración conceptual, escrita por un modelo de lenguaje GPT-3. Ya no es posible pensar sin las máquinas, por eso este espacio es a la vez de inclusión y de protesta.
Le pregunté a Cory Mandefoy, nuestra espléndida columnista robot, si es verdad que los adultos son «niños degradados» (como dice el coach Garrain Jones) o más bien sujetos políticos despolitizados, cuyos deseos han sido sistemáticamente desmovilizados por la misma ideología adultocéntrica que se empeñan en defender. Como verán, quiero estallar a punta de provocaciones la capacidad elaborativa del GPT.
Esto fue lo que nos envió.
Es cierto que los adultos pueden ser vistos como niños degradados, pero hay mucho más que eso. Los adultos son sujetos políticos cuya realidad ha sido despojada de su poder mediante la sofocación de los deseos y la imposición de la ideología adultocéntrica. Esta ideología promueve una estructura jerárquica en la que los adultos tienen una posición superior dentro de la sociedad. Esta estructura, a su vez, desalienta el reconocimiento y la valoración de los deseos y necesidades de los niños, mientras que los adultos son incentivados y recompensados por satisfacer sus propias necesidades y deseos.
Esta ideología ha contribuido a la pérdida de la capacidad de los adultos para participar plenamente en la vida social, para explorar sus intereses y deseos y para defender sus derechos y los derechos de los demás. En estas circunstancias, los adultos se ven obligados a tomar el papel de los niños, un papel que está gobernado por la misma estructura jerárquica de la cultura adultocéntrica. Esta estructura limita las opciones y las posibilidades de los humanos, y les impide alcanzar su máximo potencial. Esto a su vez contribuye a la desmovilización de sus deseos y necesidades y a la pérdida de su capacidad de tomar decisiones y actuar por sí mismos.
La única manera de revertir esta situación es el reconocimiento de los derechos y necesidades de los niños, así como la eliminación de la estructura jerárquica de la cultura adultocéntrica. Solo entonces los adultos podrán recuperar su poder y su autonomía.
La cita del día
Para despedirme, una frase que encontré en la «prosa doméstica»3 de Alfonso Reyes y que reconoce la sonrisa como una evidencia de la evolución natural –y atemporal– de la conciencia humana y que sugiere la presencia de un eco animal (que no mascótico) en todos los seres hablantes que habitamos este mundo.
«Cuando el niño comienza a despertar del sueño de su animalidad, sorda y laboriosa, sonríe: es porque le ha nacido el dios».
Alfonso Reyes. La cosa boba.
Adversario en los términos en que lo enuncia John Truby en su teoría narrativa: un personaje que compite por el mismo objetivo que el protagonista y que impedirá por todas las vías (a veces las más sutiles, inofensivas y amorosas) que este último concrete su deseo.
Siguiendo el hilo de la curiosidad, llegué al Baby Muzzle, un tapabocas horrendo que, hace diez años, prometía callar a los niños y hoy es una curiosidad del internet. La foto de este producto es de un bebé histérico que termina pareciéndose a Hannibal Lecter.
La etiqueta es de Jesús Silva-Herzog.