Autopsia sentimental de la clase media
En esta entrega de Inteligencia Natural hablaremos de la clase media como cosmovisión irracional, del colapso silencioso de la promesa de bienestar y la desnutrición simbólica de este siglo.
El 5 de enero de 1914, ante una masa de obreros húngaros, polacos e irlandeses amargados por la monotonía operativa en las cadenas de montaje, Henry Ford hizo un anuncio que cambiaría para siempre la relación entre motivación, trabajo y consumo: el salario aumentaría a 5 dólares por día —un poco más del doble de lo que ganaban hasta esa mañana— en una jornada laboral de ocho horas. Mientras el futurismo forzaba en Europa una exaltación cultural de la velocidad y la tecnología industrial como símbolos del progreso definitivo de la humanidad, en las áridas líneas de ensamblaje del Ford T se vivía la experiencia opuesta: aquellos obreros fornidos se habían convertido súbitamente en autómatas a cargo de máquinas potentísimas que habían reducido de medio día a 93 minutos el tiempo de producción de un automóvil, aniquilando el imaginario ético y las transferencias vitales entre el humano y el objeto que sostenían la idea misma de trabajo.
Ford supo ver pronto que aquello traería consecuencias catastróficas para los resultados financieros de la compañía: algunos obreros empezaron a ausentarse de sus lugares en la línea de producción, otros descuidaron los estándares de calidad, otros abandonaron la fábrica sin previo aviso, disparando la rotación laboral a niveles nunca antes vistos. Ese aumento agresivo de salario —en realidad no era un aumento, sino un bono de conducta añadido a los 2.30 dólares del sueldo base— tenía como objetivo restaurar la energía vital por la vía del estímulo económico, modelar el comportamiento cívico de los obreros y promover una reconciliación con las máquinas bajo la premisa de que estas serían aliadas en la fórmula de producir más para ganar más.
La noticia del aumento se difundió con una rapidez extraordinaria y, al cabo de unos días, miles de aspirantes se agolpaban en las frías rejas de la Ford Motor Company en Detroit. El equipo directivo de la compañía, quizás invocando la lección clásica de que toda intervención democrática demanda en paralelo instituciones severas, llamó a un reconocido sacerdote episcopal para dirigir un órgano llamado Departamento de Sociología, cuyo propósito era filtrar la gran cantidad de solicitudes de trabajo bajo criterios morales estrictos.
Solo los varones mayores de 22 años, con matrimonios estables y familias constituidas, libres de alcoholismo, ludopatía y hábitos alimenticios dañinos, eran elegibles para este bono. Además, debían mantener sus hogares limpios, abstenerse de cualquier forma de violencia doméstica y evitar el hospedaje de inquilinos, condiciones que debían demostrar a un escuadrón de analistas entrenados para visitar y evaluar a los aspirantes en sus domicilios.

Por alguno de esos caprichos de la historia, la hipótesis de Henry Ford excedió los límites de la fábrica y llegó a constituir el fundamento lógico de la clase media moderna: si un trabajador percibe más dinero entonces podrá adquirir más bienes de consumo y mejorar sus condiciones de vida, de modo que se verá más motivado a presentarse en el trabajo, perfeccionar la ejecución de sus tareas y aumentar la calidad de la producción sobre la velocidad embrutecedora de las máquinas, lo que redundará en un crecimiento del mercado, más ingresos para la compañía y más beneficios para el trabajador, que mejorará aún más sus condiciones de vida mientras más decida trabajar para el capital.
Hasta aquí todo luce bastante obvio. La verdadera genialidad de Ford estuvo en el segundo pilar de la hipótesis: configurar una demanda interna en el centro de la fuerza de trabajo. En otras palabras: convertir a los obreros en los primeros clientes de la compañía. “Si logramos que estos mismos obreros entusiasmados y sus comunidades —presumiblemente trabajadores fabriles con hábitos similares de consumo— destinen parte de sus excedentes a la compra de los productos de la fábrica, el crecimiento del capital se tornará exponencial”. Y así fue. En dos años la Ford Motor Company había duplicado sus ingresos y para 1920 la mitad de los carros de Estados Unidos eran Modelo T.
¿Cómo es que una mezcla sofisticada entre las tiendas de raya y el experimento de Pavlov terminó por convertirse en el panorama aspiracional de una capa importante de la sociedad? ¿Cómo era posible considerar como fundamento de la prosperidad nacional el convertir a los trabajadores en stakeholders salivantes a favor de los intereses del capital?
Estamos todavía a décadas del nacimiento de las plutocracias tecnológicas que privatizarían las aspiraciones sociales convirtiéndolas en activos de rendimiento financiero, de modo que cientos de miles de personas efectivamente salieron de la pobreza y avanzaron hacia la clase media acomodada; por otro lado, la élite protestante y su interpretación teológica de la correspondencia entre virtud espiritual y progreso económico había fijado un horizonte moral y cívico que era en sí mismo un estatus deseable.
De modo que aquellos fueron los honorables cimientos que la gran empresa cultural de los Estados Unidos exportó a América Latina durante el siglo XX y que los Baby Boomers de las recién urbanizadas capitales del continente, alimentados con las vitaminas de la nueva prosperidad de la posguerra, dieron a beber a sus hijos y a los hijos de sus hijos hasta la salida del sol esta mañana.
Lo que nadie imaginó en 1914 ni en 1929 ni en 1945 ni en 1989 es que reducir el espectro de intereses —para no decir el espesor existencial— de una persona a la adquisición de bienes de consumo a través del trabajo remunerado tendría al cabo de los años efectos devastadores. La máquina de producción subjetiva a la que mutó el capitalismo en su era posfordista convirtió los 2.70 dólares de promesa de aquel bono conductual en una masa amorfa de recompensas narcisistas, obsesiones identitarias y precariedad material matizada por la deuda, y a nosotros mismos en máquinas de ensamblaje enloquecidas en la gran fábrica cognitiva mundial.
Entre la superstición y el conservadurismo
En La izquierda exquisita, Tom Wolfe recuerda que los verdaderos enemigos de los ricos, esas familias con mayordomos disfrazados de soldados de la Guerra Franco-Prusiana que les sostienen el abrigo cuando llegan a sus casas por las noches, no son los pobres sino la clase media, esa “gran masa confusa de competidores” que pagan rentas carísimas y se gastan la vida imitando las costumbres de la alta sociedad. Eran ellos y no los pobres —criaturas primitivas y vitalistas acuarteladas en sus guetos a horas de distancia de los barrios pudientes— los que podían contaminar la aristocracia genuina con sus billetes frescos de dudosos orígenes.
Lo irónico es que estas “hordas de arribistas”, entre banqueros regionales, especuladores de bienes raíces, corredores de Wall Street y empresarios enriquecidos por el dominio de industrias básicas en un país naciente —Andrew Carnegie, Fred Trump y el rostro terso de Jay Gatsby en la ficción podrían ser una imagen exacta de esto— no deformaron los hábitos de la vanguardia social, sino de los que venían detrás. Aquella riada de self-mades de principios del siglo XX terminaría informando toda la matriz filosófica de la “Ciencia del Éxito” que marcó el rumbo de la industria de la autoayuda desde su fundación en 1937 hasta la salida del sol esta mañana.
Si las bases ideológicas de la clase media moderna estaban afianzadas en el decálogo del puritanismo calvinista respecto al trabajo duro, la disciplina meritocrática y la corrección moral como únicos caminos hacia el progreso material del individuo y su nación (ni hablar de las extrañas mutaciones que originó la importación de esta ideología a las masas católicas, poscoloniales y débilmente industrializadas de América Latina), la arquitectura doctrinal de la clase obrera posfordista se puede rastrear en la seudofísica cuántica, el ocultismo New Age, la psicología positiva y diversas variaciones del pensamiento mágico. Es como si el ascenso social trajera consigo un costo oculto, sensible a la época: la aniquilación de los impulsos liberales en el siglo XX o el encantamiento de los impulsos psíquicos en el siglo XXI.
La pregunta, sin embargo, sigue siendo la misma desde que la incipiente burguesía comercial se separó del campo: ¿qué hacer con la constelación de objetos y actos de escasez que ronda inevitablemente a los que debemos trabajar para ganarnos la vida? La honrada clase media (equidistante, como diría Borges, del lujo y de la pobreza) está sostenida por una cosmovisión de carencia y arrebato hedonista que posibilita esa equidistancia. Esa idea de que hay, pero no demasiado/lo quiero y me lo merezco, que garantiza el mecanismo de la renta: trabajar hasta la extenuación como si no tuviera nada para poder consumir como si me sobrara. La variante cibernética de esta lógica ha resultado en este proletariado cognitivo endeudado y diagnosticado con desnutrición simbólica, que no puede acceder a ninguno de los dos extremos si no es por actos de pánico o de pensamiento mágico.
La hipnosis, la reprogramación del subconsciente, la sugestión autogenerada, el mentalismo, la psicología de la manifestación y todo lo que está al final del espectro de la superstición, tiene una razón de ser en el contexto de los intentos desesperados de la inteligencia natural de los humanos por salir de los automatismos destructivos que ofrecen el tecnocapital y el Estado. Lo que estamos buscando los clasemedieros inquietos —no solo con la superstición, también con el yoga tántrico, el estudio bíblico, la filosofía clásica o el crossfit— es una mudanza de paradigma: afinar de alguna manera el campo de percepción y explorar otros esquemas conceptuales sobre el dinero, el consumo, el ocio y el trabajo.
No se han escrito muchas crónicas como la de Wolfe sobre las incongruencias y delirios de las clases medias. Y tal vez no se han escrito porque, a diferencia de los millonarios en sus dúplex de 13 habitaciones y los pobres en sus favelas pintorescas y violentas, esta clase deambula en una homogeneidad ambigua, incluso anodina, que le resta atractivo periodístico. Sin embargo, una mirada con lupa podría sugerir que la semilla del colapso de Occidente está donde crecen los resentimientos populares.
Hoy, por ejemplo, el enemigo de estas grandes masas de competidores no son los ricos, tampoco los pobres, sino los extranjeros: esos sujetos de piel curtida y lengua torpe que traen consigo el colapso de un sistema de ilusiones y recompensas que está en sus estertores.
En otras palabras: que vienen a robar algo que de cualquier manera ya está ausente.
Los herederos del 29
Contra todo pronóstico, el experimento de Henry Ford en Detroit había funcionado: la rotación laboral y el absentismo se redujeron a cifras insignificantes, se disparó la productividad y la lealtad de los trabajadores, y muchos de ellos ahora podían estrenar un auto nuevo cada año, comprar electrodomésticos con créditos baratos y mudar a sus hijos a barrios acomodados. Los obreros eran más felices, pero infinitamente más dóciles, lo que llevó a otras industrias a copiar la fórmula mágica del magnate para multiplicar el capital por medio del consumo proletario.
De manera que había muchas razones para ser optimistas cuando el 4 de marzo de 1929 un acaudalado ingeniero de minas dio su primer discurso triunfal como presidente de Estados Unidos: la producción industrial había aumentado como nunca antes, los obreros estadounidenses podían comprar con su salario semanal tres veces más pan y mantequilla que sus homólogos europeos y por todas partes proliferaba el ocio y el consumo tras casi una década de “loca prosperidad”. Herbert Hoover traía la buena noticia que soñaron los Padres Fundadores: los ciudadanos comunes podían vivir una vida armoniosa, sin pretensiones ni excesos, rodeados de cuantos bienes hubiera para alejarse del ardor de la pobreza.
Siete meses después, una ola de pánico originada por el crac de la Bolsa de Nueva York se llevaría por delante no solo la inversión privada, el ímpetu del comercio y una quinta parte del sistema bancario, sino millones de economías familiares. De pronto las calles se llenaron de hombres famélicos pidiendo sopa y pan en comedores comunitarios, los ancianos buscaban carne agusanada en los basureros, pequeños comerciantes vieron evaporarse sus ahorros de la noche a la mañana y los pocos obreros que conservaron sus empleos en fábricas diezmadas tuvieron que enfrentar la dura realidad de que las cosas más simples —una tostadora nueva, un radio, un par de zapatos— se habían convertido en lujos impagables.
El shock psicológico que sucedió a la crisis fue severo: decayó la natalidad a mínimos históricos, los hombres comenzaron a sufrir de impotencia sexual, aumentó la tasa de suicidios y cientos de miles de ciudadanos padecieron depresión nerviosa, creando una verdadera sensación de fracaso colectivo. Al otro lado del Atlántico, la ruina de las clases medias dispararon las obsesiones identitarias y los movimientos extremistas, con consecuencias ya conocidas: el mundo cayó en la locura de la Segunda Guerra Mundial y la tierra se llenó otra vez de muertos, fronteras desdibujadas y millones de desplazados.

Más de un historiador ha intentado responder la pregunta amarga que siguió a aquella victoriosa mañana de marzo de 1929: ¿cómo es que nadie se dio cuenta de lo que estaba pasando? ¿Cómo es que la negación inherente al optimismo triunfalista (hoy optimismo tóxico) pudo más que las señales de sobreproducción industrial, especulación financiera desenfrenada y reducción del gasto popular?
Tenía que haber suficientes señales de que la burbuja de crédito que soportaba el consumo de cientos de miles de obreros no sería capaz de resistir la saturación del mercado y que el recién estrenado proteccionismo étnico (que no solo limitó la inmigración de europeos del sur y del este con oficios productivos y nuevos tejidos comerciales, sino que expulsó a los primeros trabajadores agrícolas mexicanos, creando el fantasma futuro de la “migración ilegal” que los acecharía el resto del siglo y, cómo no, hasta el sol de esta mañana) traería consecuencias tremendas. Además, el mismo Hoover inició una guerra arancelaria mundial en 1930, que terminaría de hundir las exportaciones y contrajo el comercio internacional a la mitad. Había muy poco más que hacer: la equidistancia de la clase media urbanizada se había desbalanceado hacia la catástrofe.
Fue la Segunda Guerra Mundial la que sacó a Estados Unidos de la Gran Depresión por la vía del gasto bélico y la reacción cultural espontánea fue una actualización de la pregunta que se hizo Henry Ford frente a las líneas de producción, ahora ante la llegada de los Mad Men y los despachos publicitarios orientados hacia la sociedad de masas: ¿cómo procuramos que estas personas tengan suficiente dinero para seguir consumiendo sin perder su condición obrera?
La respuesta es el mundo de los anuncios de detergentes y cereales, de alimentos procesados listos para hornear, de las toallas sanitarias, la Coca Cola familiar y las cajetillas de cigarro con el guapo granjero de Marlboro. El fabuloso mundo que vio nacer, crecer y morir a mi papá, vestido como un Chicago Boy pulcro y tonificado en sus trajes Montecristo, suscrito a unas tres revistas de Wall Street que le llegaban por correo postal con retrasos, con una elegancia cosmopolita desgastada en jornadas de 14 horas de trabajo en una pequeña y calurosa ciudad de provincia.
Decirlo así suena cómico —cuando no doloroso— si no fuera porque estamos sobreviviendo con ideas de éxito, trabajo y bienestar que vienen de un mundo desaparecido hace décadas y que el capitalismo cibernético ha restablecido en forma de simulación exasperante. A partir de los años 80 y la progresiva instauración de la sociedad posfordista, los bancos, las aseguradoras y las empresas de gestión de capital se hicieron la misma pregunta que sus antepasados industriales, pero ahora en las líneas de producción cognitiva. La respuesta fue, una vez más, la deuda: los productos financieros que cierran la brecha entre la condición obrera y el poder de compra. O para ponerlo en términos más elegantes: entre la remuneración y el deseo.
No quisiera darle la razón a Marx y aceptar sin más que la polarización capitalista va a terminar desapareciendo a la clase media por su propia naturaleza residual y su insignificancia histórica, pero no es descabellado afirmar que esta clase obrera instruida, con títulos universitarios, sueldos precarios e instrumentos de crédito para financiar un consumo exacerbado podría estar anunciando la muerte de una cosmovisión.
Y digo esto no solo porque estamos más empobrecidos que hace cinco años, ni porque los chinos hayan desvirtuado por completo la idea del lujo con la exhibición a gran escala de la cadena de valor de las mercancías de Occidente y sus políticas comerciales agresivas con envíos mundiales y artisans perfeccionados a espaldas de la globalización, sino porque los plutócratas tecnológicos, los inversionistas ballena y sus aliados en la “alta política” están llevando el juego de suma cero a sus límites.
No es casual que Tax The Rich esté dejando de ser una consigna de legisladores amargados para convertirse en una pregunta legítima frente a la concentración obscena de riqueza y la enorme carga impositiva que pesa sobre los ingresos limitados de la mayoría, y que Luigi Mangione, el joven con cara de divo siciliano que asesinó al director de la aseguradora más poderosa de Estados Unidos en una acera de Manhattan esté ocupando un lugar de justiciero robacorazones que solo se había reservado a Anonymous en los tiempos de Occupy Wall Street.
El optimismo triunfal de los herederos del crac de 1929 ha mutado hoy a una especie de cinismo fanfarrón que encaja en este mundo espectacular, aterrador y paralizante que se reproduce a pedacitos en miles de millones de dispositivos conectados a la misma fuente de difusión privada. Por eso el discurso reaccionario se ha erigido como la estrategia más eficaz —y macabra— de contención de una masa muy gruesa de ciudadanos empobrecidos, resentidos, potencialmente adictos y con unas ganas locas de hacer justicia y ser aplaudidos por ello.
La clase media contemporánea se parece menos a la imagen de las familias felices alrededor de un pavo relleno y un televisor a color en un living room alfombrado, que al rostro exasperado de aquellos primeros obreros frente a la productividad obstinada de las máquinas. Me encantaría imaginar un enorme bono cultural de redistribución de la energía, pero lo que el capital tecnofinanciero trae entre manos es una ficción jacobina: hacernos punta de lanza de una falsa revolución libertaria comandada por magnates y políticos recargados de automatismos para recobrar el sentido sobre el esfuerzo, el deseo de progreso y la aspiración de bienestar que ya fue saqueado por el mismo sistema que dio origen a estas élites funestas.
Y la guerra, siempre la industria de la guerra.
La clase media puede ser una cosmovisión irracional
Yo nací del vientre de una Baby Boomer venezolana, con educación superior y un empleo fijo en una renombrada institución bancaria, hija de un comerciante relativamente próspero y una ama de casa que estudió hasta primaria, nieta de unos ciudadanos sin cédula de identidad que veían hombres a caballo con pistolas al cinto en la calle y que a veces tenían que pegar las suelas de los zapatos con goma de mascar. Todavía no había ocurrido el Caracazo y el petróleo parecía ser una amalgama social duradera.
Estamos hablando de 1987, lo que significa que fui alimentado con las vitaminas energizantes del ascenso social y un imaginario urbano que miraba a veces con orgullo y a veces con deshonra un tenue pasado rural. El principal componente de este tetero cívico era la definición teórica de la clase media: un ciudadano egresado de alguna institución universitaria, con un trabajo —formal o informal— capaz de proveerle un flujo de ingresos estable, con una capacidad de consumo y ahorro lo suficientemente prudentes para no empeñar la dignidad, y ciertas ocasiones de disfrute sin rastro alguno de excentricidad.
Los compuestos químicos de aquella promesa se descompusieron apenas alcancé la vida adulta, cuando me vi con un título flamante de maestría, vendiendo retazos de mi oficio en el mercado infernal de los freelancers cognitivos (doctores en letras que cobran 15 dólares por una corrección de estilo, diseñadores gráficos que son diseñadores gráficos y content managers y asesores de imagen para las redes sociales, jubilados de empresas financieras que ofrecen gestionarte el Excel de tu presupuesto familiar, etc.) ahorrando dos pesos en una Fintech que me pagaba una fracción de los intereses que me cargaba por el crédito. Vivía —vivo— rentado, vendiendo retazos de mi oficio ahora en el mercado saturado de las ofertas únicas de valor publicitadas en internet, con un récord crediticio que ni Michael Jackson en 2009 y con proyecciones patrimoniales reservadas.
Cuando hablo de una cosmovisión al borde de la muerte, lo hago tomando algo del anarquismo epistemológico de Paul K. Feyerabend: un sistema de entidades teóricas con pobres soportes empíricos, pero sobradamente resistente para reforzar sus propias reglas y anular otras alternativas. Ya no tengo duda de que nos hemos estado moviendo en un fino campo perceptual, donde —como dice Feyerabend— los fenómenos parecen hablar por sí mismos sin ningún tipo de ayuda exterior, desarrollando un lenguaje propio, indiscutible, cuya legitimidad viene o por su carga de familiaridad o por el largo tiempo en que han sido sustentados a través de las generaciones. Esa entidad teórica a la que llamamos “clase media”, con todas sus implicaciones económicas, psíquicas y políticas, podría no ser más que un punto de vista tan racional o irracional como cualquier otro sobre la pregunta de cómo vivir en esta tierra.
Creo que la Gran Depresión económica y psíquica de esta época no es necesariamente el producto de una contingencia, sino una subtrama evolutiva del capitalismo cibernético, con sus hitos en 2008 y 2020, y las contracciones escalofriantes en lo que va de año. La terrible desnutrición simbólica que ha sobrevenido a la obesidad del capital ha dado como resultado un paisaje de síntomas muy desafiantes para la supervivencia mental en este siglo: la parálisis del deseo, la imposibilidad de la crítica y el absurdo, la obsesión por el pasado y el desinterés por el futuro, la devaluación de la curiosidad, la incapacidad de imaginar alternativas.
El capital cibernético goza hoy no solo de poder, armas y rendimientos ilimitados, sino de la capacidad de definir la cosmovisión global y nuestras formas de aproximarnos a ella. Escríbele a Chat GPT tu “visión de mundo” y espera la respuesta; escríbele una “visión de mundo” opuesta y espera el resultado: siempre vas a tener la razón (como diría Henry Ford, por cierto). El enjambre de máquinas y simulaciones digitales que nos rodean están ahí para dispensar percepciones de libertad, de pensamiento, de autonomía, incluso de prosperidad, pero siempre con la premisa del entretenimiento y la autoexplotación.
Es evidente lo difícil que es sobrevivir mentalmente a un juego así, reconstruir y proteger un criterio propio y transferir las energías vitales desde la desmovilización y la parálisis hacia las esferas cotidianas de decisión individual y familiar que aterrizan el cadáver de la cosmovisión clasemediera y las entidades teóricas del capitalismo posindustrial a episodios concretos que nos ocurren y nos afectan de la epidermis para abajo.
Eso supone, desde luego, reconocernos como sujetos epistémicos y no como máquinas programables ni individuos permanentemente enfermos (lo que Thomas Szasz llamaría la psiquiatrización de la cultura: la transformación de dilemas éticos y sociales en desbalances químicos corregibles con píldoras), capaces de producir conocimiento, de cambiar perspectivas, aprender, desmontar, usar el humor, el dolor y el saber como datos creativos.
Líbreme Dios de caer (otra vez) en el idealismo imbécil de “cambia tu mente y cambia la realidad” o en la autosugestión obsesiva para convencerme de que todo está bien todo está bien todo está bien. Estamos en un mundo jodido, pero tenemos el derecho de recolectar evidencias de que otras formas de vivir son posibles, de penetrar el material de la realidad con esfuerzos cognitivos intencionados y de ser capaces de producir nuevas posiciones subjetivas frente a la constelación de escasez —y de ira— que nos rodea.
Quizás tenían algo de razón aquellos obreros de la Ford que abandonaron las líneas de producción cuando las máquinas tomaron el poder. Los imagino diciendo algo así, con la lengua impregnada de brea y humo en las rejas exteriores de la fábrica: “no somos piezas de ensamblaje. Somos seres vivos, humanos productores de mundos humanos”.
Of course. Mark Fisher es uno de los patronos de este boletín. Te recomiendo muchísimo –si acaso no lo has leído– la recopilación de artículos de su blog, K-Punk. Este newsletter se inspira un poco en esa intervención pública de la época dorada de los blogs.
Me quedo con esta frase: “Estamos sobreviviendo con ideas de éxito, trabajo y bienestar que vienen de un mundo desaparecido hace décadas y que el capitalismo cibernético ha restablecido en forma de simulación exasperante” porque considero que es una realidad para mí y los demás clasemedieros de hoy a la salida del sol. Vivimos con las ideas prestadas del pasado pero nos retas a pensar, e incluso construir nuevas realidades. ¿Cómo lo hacemos? No creo que sea cada cual tratando de hacer lo mejor que puede en el simulacro aislado de su destino. ¿Verdadera comunión? ¿Verdadero compañerismo? ¿Un regreso al fellowship cristiano con el interés genuino en el otro? No sé, pero terminé con más preguntas que respuestas, como te darás cuenta. Gracias por estimularnos a pensar.