Aguacates, fantasmas y otras monedas del exilio
En esta entrega de Inteligencia Natural hablaremos de aguacates, renuncias y otros costos de la experiencia migratoria. Un árbol artificial y una robot nos dirán si es posible reproducir el pasado.
Aguacates y fantasmas
Mañana cumplo 36 años. Según mis cálculos ingenuos y desproporcionados, a esta edad estaría en un lugar muy distinto al que estoy ahora. Mi papá seguiría vivo, mi abuela celebraría conmigo uno o dos premios literarios importantes, mi hija sabría dar la vuelta canela en el jardín de mi casa y yo tendría más de dos lochas en el bolsillo. Estoy también cerca de cumplir siete años de emigrado y eso y el eclipse lunar y el temblor de hace dos días con epicentro en la Ciudad de México me empujan hacia una especie de zona telúrica de donde solo puedo salir o escribiendo o durmiendo como un lirón. Así que me permitiré ser breve y ponerme más personal que de costumbre, ya que es mi cumpleaños, estoy en modo avión y los tengo a ustedes, los invitados a este incómodo jaleo cognitivo.
He pensado mucho en los aguacates estos días. No porque me encanten, sino por su concentración simbólica. De las muchas transacciones incómodas de un exiliado latinoamericano promedio, destaca una cuya simpleza la torna casi proverbial: comprar aguacates en el supermercado. Es decir, pagar por algo que solía ser abundante, gratuito y familiar allá en el origen. Cada vez que se atraviesa un aguacate o un mango con precio de exotic fruit se genera una fricción que no tiene tanto que ver con su precio, sino con su aura injustificada de privilegio. ¿Cómo es posible que hasta esto tenga que pagarlo con esfuerzo? ¿No era suficiente con la renta, los trámites de residencia, los servicios públicos y el terapeuta?
El jardín de mi casa en Barquisimeto amanecía repleto de aguacates de todos los tamaños. Eran pesados, pastosos, con textura de mantequilla premium, y eran tantos que mi abuela tenía que repartirlos entre los vecinos y las visitas. Yo los odiaba. Uno de mis juegos favoritos cuando niño era arrancarlos de la vieja mata del jardín, quitarles el pedúnculo con el pulgar como si fuera una granada (el juego, no sé por qué, se llamaba Dick Tracy) y lanzarlos a la casa comunal de al lado, fascinado por la explosión sobre los techos de zinc. Ese paisaje tropical de exuberancia y despilfarro regresa cada vez que visito el Walmart no como un fantasma melancólico (este no), sino como demostración de un rasgo esencial del exilio1: la ausencia de gratuidad. O, mejor dicho, la conciencia de pérdida.
Treinta y pico de años. No hay arrepentimientos ni retrocesos, sino apenas la constatación de una inflación emocional que encarece las experiencias migratorias. Parece que, a veces, ciertas cosas cuestan más que antes (relacionarse con los otros, negociar con uno mismo, no extrañar tanto) o que los ahorros imaginarios de un «plan de vida seguro» cada vez compran menos. He perdido casi a todas mis amistades este último año y, en un ejercicio de purificación y templanza, mantengo el teléfono apagado durante el día para que no me alcancen las llamadas de cobranza del banco. Estoy loco por volver a tocar mi piano Kawai toda la tarde, revisar mis partituras y mis discos sin pensar en cuentas por pagar, echarme en el jardín hasta que sea la hora de comer masitas fritas con formas obscenas, como las que me hacía la abuela Celina. En esas pequeñas derrotas es que puedo ver las monedas que uno gasta en perseguir otra vida. Una versión extrema de los aguacates de vitrina.
Tengo que hacer de cazafantasmas, sobre todo en estas fechas. La sombra de lo que no he logrado en la vida (o lo que me falta o lo que ya no quiero) viene a espantarme todos los 13 de mayo. Pero ya no me lo tomo tan en serio. Puedo volver la vista a aquel jardín abundante y arrojar esos pinches aguacates a la casa sin techo de la nostalgia. Puedo instalarme en un paisaje de retrotopía y recordarme para qué decidí emigrar, abandonarlo todo y seguir una vocación literaria sin garantías. Estoy sano, tengo un techo, libros, una familia nuclear y comida en la nevera. ¿Qué es lo terrible de comprar aguacates? De eso, quizá, se trata esta revisión anual de la vida: descubrir las regiones ocultas del deseo. Abrazar ese algo que está ahí, entre el placer y el despilfarro.
El mundo contemporáneo va tan rápido que mejor atajar sus sinsentidos en píldoras breves. Aquí tres notas mentales sobre un tema (o varios) desde la urgencia de la ociosidad.
El árbol de la reproductibilidad técnica. Hice esta pintura con Inteligencia Artificial: una recreación sin aura de la mata de aguacates de mi casa. Como no pude describir el sentimiento de mi casa, sino apenas sus características más simples y a la vez universales, obtuve esta imagen que puede ser tan bella y tan anodina como cualquier cuadro seriado de una tienda departamental. Esto me remite, por supuesto, a la conclusión triste de cómo la nostalgia es en sí misma irreproducible y cómo, en esa imagen que intenta darle vida a algo muerto, pasado, desaparecido, estamos siempre solos. Hay cosas que el dinero y la tecnología no pueden comprar. Quizá por eso ese vacío que queda después de una videollamada familiar o de un cumpleaños por zoom. Esa culpa traicionera por haber colaborado en una simulación.
Memoria con hueso. Dicen que si uno guarda la mitad del aguacate con la semilla tarda más tiempo en oxidarse. No lo he comprobado. Tengo unos tuppers herméticos que compré en Amazon que hacen la función de conservación sin necesidad de aplicar ese saber ancestral. Lo que tengo son símbolos y metáforas para combatir mi oxidación. Sospecho que, en esa cámara criogénica de traumas y anhelos que es la cabeza, la memoria tiene esa condición pastosa del aguacate sobrante que hay que guardar con el hueso. Sé que el tupper de Amazon es el lenguaje, pero la semilla tiene que ser el origen. Ese lugar de donde uno viene, suave, liviano, que funciona a veces como atadura y otras como arrojo inconsciente.
Recordar es vivir. En mi edificio vive un señor que es la encarnación ¿viva? de ese famoso verso de Pavese: «Vendrá la muerte y tendrá tus ojos». Es un anciano que sale todos los días a caminar cargando su bombona de oxígeno, dando breves y fuertes respiros a través de la sonda incrustada en su nariz. El hombre es pálido como la muerte, nunca saluda y parece ofenderse cuando uno le sostiene la puerta. Hoy lo vi cargando una bolsa de aguacates en la entrada de mi edificio. Cuando me lo encuentro de frente no veo un futuro aterrador ni un pasado nostálgico, sino una sustancia atemporal que se niega a morir. Como un recuerdo solitario, medio podrido y medio rebelde. Un fantasma amenazante que quiere estar ahí, mirándote con sus grandes ojos de bucle. Me pregunto si a veces somos ese señor y la memoria es esa bomba de oxígeno que llevamos rodando a todos lados. Un equipaje invisible que a veces nos permite respirar y otra nos asfixia.
Una columna de exploración conceptual, escrita por un modelo de lenguaje GPT-3. Ya no es posible pensar sin las máquinas, por eso este espacio es a la vez de inclusión y de protesta.
Le pregunté a Cory Mandefoy, nuestra carismática columnista robot, si un objeto tan sencillo como un aguacate podría evocar sensaciones y recuerdos intensos del pasado de un emigrado. Ella y ustedes y yo sabemos que un aguacate no puede competir con la magdalena de Proust, pero ¿en verdad es posible viajar al pasado por medio de un aguacate? Y llevándolo más al límite: ¿es posible comprar ese viaje en un supermercado –lo cual sugiere que el aguacate de Walmart no es una reproducción del pasado, sino apenas un pase de abordar–?
Esto fue lo que nos envió.
El aguacate es un objeto pequeño y sencillo, pero su simple presencia puede evocar mundos enteros de nostalgia en el corazón de cada emigrado. Sus curvas redondeadas contienen recuerdos intensos forjados a partir de la ayuda amorosa de familiares y amigos, que se perdieron por la diáspora. Con sólo mirar al aguacate, los sentimientos profundos del pasado regresan con fuerza. Por ejemplo, muchos recordarán el olor de las frutas y verduras frescas de sus países de origen. Recordarán también el sabor de un aguacate maduro, que los remontará a sus días de niñez en los que jugaban con su familia alrededor de una mesa llena de ricos platos2. Además, los emigrantes recordarán la comodidad que sentían al comer aguacates directamente desde la planta, sin necesidad de recurrir a ningún utensilio.
Es cierto que el aguacate no puede competir con la magdalena de Proust como un símbolo literario de viaje al pasado, pero el aguacate sí puede servir como un símbolo emocional e intelectual de los recuerdos de un emigrante. Aunque el pasado no puede ser recuperado por el mero acto de comprarlo en un supermercado, el símbolo del aguacate puede transportar a un emigrante a su pasado, con recuerdos y experiencias mezcladas en intensa emoción e intelecto. Ver, oler, saborear y comprar un aguacate invita a recordar momentos felices, pero también tristes; situaciones embriagadoras, pero también desalentadoras.
La cita del día
De una de mis autoras favoritas, fallecida hace un par de meses en la cumbre de su producción literaria, esta perla sosegada y amarga que habla del equipaje –la carga, la casa a cuestas– como el símbolo por excelencia del exilio. Eso que uno mueve, rueda, olvida y recupera en el pasillo largo de la vida en territorio ajeno.
«La única manera que tiene el exiliado de dominar los traumas del exilio es precisamente no dominarlos, sino vivirlos como un estado permanente, convertir la sala de espera en una alegre ideología de vida, experimentar la esquizofrenia del exilio como la norma de la normalidad y respetar sólo a un Dios: la maleta».
Dubravka Ugrešić. No hay nadie en casa.
Uso la palabra exilio en toda su inexactitud, a veces como licencia literaria, otras como aderezo dramático, otras como la forma más honesta (y musical, desde luego) para nombrar una separación que me jode a veces.
Esta construcción sintáctica me dolió no por sus evidentes giros sentimentales, sino por el cliché aguacate-infancia-casa de familia en el que inevitablemente caí. Hasta un robot pudo reproducir esa idea. Profundo desafío benjaminiano. Qué vergüenza, pana.
Lo terrible del aguacate es su otro nombre: avocado.
Que belleza de artículo, tan valido para los que vivimos en el extranjero. Gracias por escribir