Corbatas de cartulina, almidones en spray y el mito del Padre Proveedor
En esta entrega de Inteligencia Natural hablaremos de nuevas y viejas paternidades en los tejidos de una prenda incómoda y al borde de la desaparición: las corbatas.
Si estás recibiendo este texto en tu correo, es que logré sobrepasar el mar de ocupaciones laborales y familiares, mis propias inseguridades intelectuales y alguna tempestad emocional reciente para lograr entregar un texto de mediana factura.
Seguramente, cuando termines de leer este texto, yo estaré en una celebración escolar por el Día del Padre en el kínder de mi hija. Puedo apostar a que estaré rodeado de padres tan desorientados como yo, intentando socializar no sin impensable dificultad con otros varones autoexplotados que decidieron tener hijos en pleno siglo XXI.
Lo pedí muchas veces cuando anunciaron las actividades:
Que no manden la corbata.
Que no manden la corbata.
Que no manden la corbata.
Y pasó, tal como aquel junio de 1994, cuando me mandaron a celebrar el Día del Padre decorando una corbata de cartulina para mi papá. A diferencia del padre que soy hoy, el mío era tanto un defensor como una víctima de la tecnocracia neoliberal de los 90, con su correspondiente carga residual de conservadurismo de la posguerra y la rigidez masculina de los corredores de Wall Street, lo cual es una forma poco económica de decir que no se quitaba una corbata en todo el día. Para mi padre, salir en chancletas, en shorts y sin perfume era, si no un sacrilegio, al menos una prueba fehaciente de mediocridad. Papá tenía 125 trajes, un arsenal de corbatas que, enredadas unas a otras, podían abarcar la distancia de la procesión de la Divina Pastora y, lo que todavía me parece extravagante, llenaba carritos de supermercado con sprays de almidón. Supongo que había una correlación entre la moral masculina y la dureza de los cuellos de las camisas.
En el Día del Padre de 1994 tenía sentido decorar aquella corbata con papel lustrillo azul marino, listones color gris perfectamente encolados y quizá un Te amo, papá, con una incipiente caligrafía Palmer. Y entregársela y exponerla junto con sus títulos universitarios, haciendo una especie de Ceci n’est pas un papá con aquella manualidad torpe. No era papá, pero era su representación perfecta. La prenda acartonada hablaba de él, tal vez como ninguna otra.
Pero en mi Día del Padre 2024, el primero que me toca con Anastasia bajo régimen escolar, el objeto no tiene ninguna capacidad mimética ni puede conformar una propuesta plausible de homenaje.
Lo que mi observación participante me ha permitido inferir es que el 95% de los padres del kínder son teletrabajadores, freelancers o entusiastas de alguna industria creativa en declive. Empijamados, somnolientos, cubiertos de tatuajes, despeinados o con melenas de rockero ocultas bajo gorras discretas de béisbol, en Birkenstocks o en tenis severamente gastados por el uso diario, todos con una sensación evidente de apuro y cansancio. Todos, además, papás de niñas.
El único que se sale de este molde es un caballero de unos 50 años, presumo que en segundas nupcias o en alguna misión iniciática de abuelo, con un pelo perfectamente engominado y con la misma concentración de tinte que las cejas de Vicente Fernández. Lleva un chaleco acolchado azul metálico estilo The North Face y una combinación popelín-poliéster que solo puede ser de ingeniero de obras públicas. No lleva corbata, pero baja a su bebé de un Mercedes Benz con chofer.
Probablemente, la variedad de la actual figura paterna –y el consecuente declive de la estampa clásica del Papá Corbata 1994– sea invisible para la Secretaría de Educación Pública y el compromiso curricular de las misses del kínder. Mientras mi esposa recibió una variedad de manualidades útiles con referencias al amor propio y al placer de la vida cotidiana (un llavero con la foto de ambas, una mascarilla hidratante y un exfoliante artesanal de fuerte olor cítrico), a mí me devuelven un símbolo vetusto, rígido e inapropiado para festejar el rol del papá-profesional-proveedor.
Soy una mezcla del Barrabás de Franco Zeffirelli con los tripulantes del Nabucodonosor de la primera Matrix. Eso significa que mi estilo de vestuario oscila entre la facha del forastero y el uniforme unicolor del proletariado intelectual hiperconsciente. Desconozco los oficios de los otros padres, pero hasta donde sé, uno es dueño de una heladería, otro (un peludo tipo Slash tatuado de culebras hasta los brazos) es el encargado de su hija mientras su mujer trabaja, y yo hago libros por encargo. El argentino antipático, por el tamaño de su circunferencia abdominal y lo cómodo de sus sandalias, debe de ejercer algún oficio intensamente sedentario y el más cercano a mí en edad, siempre en shorts y Raybans, apostaría a que es diseñador gráfico o fotógrafo de producto.
Ninguno usa corbata.
Ninguno tiene cuello disponible para tamaña exigencia.
Cuando llegó la corbata de cartulina a la casa supe que no sería capaz de hacer nada con ella. He invertido al menos 400 páginas de escritura obsesiva y unas 320 horas de psicoanálisis en desmontar la figura de mi padre, esfuerzos suficientes como para negarme a decorar lo que para mí fue un símbolo histórico de malestar. Hasta donde sé, porque no me dejaron verla, Anastasia y Ruth usaron una brillantina roja que había sobrado de otra tarea para decorar la cartulina. Touché. Todo un gesto posmoderno: la corbata de papá llena de una sustancia brillante parecida al glitter. ¿Por qué nadie supo verlo en el 94?
Me inquieta pensar que la consciencia institucional no haya evolucionado en 30 años para inventar otros símbolos alrededor del paterfamilias. Hoy podrían ser unos lentes de aumento, un suplemento vitamínico, un teléfono inteligente, un control de videojuegos, un pote de Minoxidil al 5%. Que papi no tenga que parecer un gerente de sucursal bancaria o un residuo de operador financiero de la época del Consenso de Washington, y que pueda acercarse más a la realidad del amo de casa en pijamas, del obrero cognitivo que sueña con playas artificiales frente a una pantalla de laptop, del profesional en chancletas que sale a la calle a pasear al perro, hacer el mercado y entrar al Zoom de la “oficina” después de dejar a su hija en el colegio.
No tengo nada en contra de las corbatas y creo que, después de tanto, he aprendido a amar a un padre desvestido, despojado de sus marcas históricas, algo así como un papá-partícula que flota hacia mí en el océano de los misterios universales. Quizá mi problema es con la cartulina, que es la superficie donde se concreta la celebración oficial de un rol que me ha resultado particularmente extenuante en cualquiera de sus extremos, como progenitor y como hijo, y que tiene muchas más capas que la económica o la disciplinaria.
Si en aquella estación seca de 1994 yo era una especie de niño santurrón resentido bajo el control del padre primordial freudiano, en el verano de 2024 soy el papá asombrado de una pequeña criatura desobediente, con un vocabulario impecable y una capacidad sobrehumana de irrumpir en las conversaciones de los adultos, que sabe que Chat GPT es un robot que produce palabras y que se pregunta quién gobierna el mundo.
Todavía me esmero por ponerme medias y zapatos para llevar a Anastasia al kínder. Supongo que algún escombro del superyó masculino del economista Zafra me persigue más allá de mis textos y mis sesiones de terapia, pero estoy muy lejos de entender mi paternidad como un ítem más en la lista de comprobación del hombre modelo de finales del siglo pasado. Si de algo me sirve parecer un extra de una película de ciencia ficción cristiana, gordo, cabrón y tartamudo como soy ahora, es que tengo licencia para sanar. Y de ahí, quién quita, ser un buen papá.
El domingo es el Día del Padre en México. La familia, en su arista institucionalizada, puede ser una verdadera extensión de la disciplina simbólica del kínder. Las mujeres de mi casa me preguntaron al unísono cómo quería celebrarlo, qué quería hacer en un día tan importante. Me imaginé la corbata, el almidón en aerosol, los 125 trajes, y la respuesta me llegó como un relámpago de sabiduría:
“Déjenme solo cuatro horas”.
Sin desperdicio, gracias Zacarías.
Sin desperdicio.